Y ahora me doy cuenta de que he cometido el fallo típico: el del mundo pequeño y ombliguista, no sólo en mi, sino en los que conozco. Y pienso que unos más y otros menos salieron de ese estado cuarto del que hablaba. Hablo de España, hablo de Europa. Pero siempre me olvido de los que no tienen un ordenador para leernos ni un abrelatas para acceder a la necesariamente escasa ayuda alimentaria. De los que ya ni siquiera piensan si su estado está por debajo del número cuatro.
Y aunque sea por puto respeto, y aunque no puedan oírme, aunque sea por respeto a ellos a través de mí mismo, les pido un perdón que no podrán escuchar, porque no tienen medios de oírlo, y que supongo que si pudieran oírlo, espero de verdad que ese fuera el caso, les valdría sobre todo para cagarse en mis muertos.
Miro al mundo, y veo que si comemos lo hacemos a costa de lo que nos envían a nosotros de comer. Asequible para nosotros, caro para ellos.
Y veo, sobre todo, que esto es un sinacabar constante. Que no hay ya en Italia, ni en España, ni en casi ningún lugar de Europa cuartos estados, sólo excepciones, y ahí acabamos de caer en la trampa más antigua del mundo: “si te has salvado tú, el mundo se ha salvado”.
Esto, no sé si para vosotros pero al menos para mí, que estoy cansado, es agotador.
Y ellos, que están más lejos de lo que nuestros dedos tocan o podrían tocar si se empeñaran, se levantarán por la mañana con la sola idea de vivir, sin pensar en el número de su estado, pensando sólo en el número de su sueldo, ese que para nosotros sería una vergüenza.
Y mientras pienso que hay muertos y hambrientos cada día, una tenaza en la garganta me dice que, aunque estén muy lejos, aunque no sean los queridos españoles que murieron hace tantos años, se diferencian poco y me llaman por mi nombre aun sin saber quién soy.
Y yo ya ni siquiera sé qué hacer.
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