sábado, 28 de octubre de 2017

tristeza, no grandeza

“Otra vez se oye hablar de grandeza;
Hannah, no llores, el tendero nos fiará”
B.Brecht

He callado durante meses, y por otra parte mi opinión no tiene repercusión ni importancia, así que no pasa nada por ello.
Pero hoy veo las portadas de los diarios a raíz de la aplicación del 155: “El Estado acude a sofocar la insurrección” bajo la frase, en caracteres algo menores, “El parlamento de Cataluña consuma el golpe a la democracia”, esto en El País; “España descabeza el golpe”, en ABC, con los firmes rostros de Rajoy, Sánchez y Rivera sobre bandera española ondeante; “55 días de 155” (no en Pekín, creo, sino aquí) bajo el enunciado “Intervención constitucional para frenar la insurrección” en El Mundo; “Ley frente a rebelión” en La Razón (periódico de nombre más que cuestionable)...
...Por no hablar de los rostros y el enfoque de la televisión estatal. No tengo acceso a TV3, así que supongo que podría decir lo mismo, pero no puedo jurarlo porque no la llego a ver.
...Es mirarlos e imaginar banda sonora. Con muchos tachín-tachines y muchas banderas del tamaño de esa de Barceló que queda cerca de la casa de Elejalde y no lejos de la mía, esa que nos imponen por cojones.
Por otro lado, ERC, por medio de Alfred Bosch en la Sexta –pongo un ejemplo, pero los hay peores, por no citar las lindezas de CUP-, declara que ha sido una decisión que responde a querer sustituir un régimen del siglo XIX por una república del siglo XXI.. Algunos catalanes que justifican sus razones independentistas en el axioma de que somos todos unos catetos menos ellos, se arriesgan a que les respondamos por qué nos parecen demasiado enquistados en sí mismos como para no haber sabido desarrollar una cultura que sigue anclada en los primeros 80’s.
Me callo al respecto de unos y otros, en muchos otros aspectos, pese a la tentación continua de hablar. Llevo, y llevamos muchos, mordiéndonos la lengua durante meses -ya me duele de tanto morderla-, por evitar opinar ante tanta sinrazón..
Sinrazón convertida en cotidianeidad.
No me vale llamar democracia a quererte ir de un país cuyos resultados electorales no te gustan. Creo que la democracia exige, por ejemplo, el sacrificio de aceptar el dictamen de los que votan al PP aunque a mí me parezca un suicidio demente, porque son mayoría. Nunca he querido irme de Madrid cuando ganaron ellos. Me parecería absurdo decir que me gusta más la formación en el Ayuntamiento de Madrid que en la Comunidad de Madrid y por lo tanto Madrid Capital debería separarse del resto de la Comunidad. No te digo ya de Castilla, a la que por cierto pertenecemos por pedigree, para bien o para mal. Y del mismo modo, respetaría que una mayoría catalana pudiera votar separarse de España y consiguiera hacerlo. La mayoría no siempre representa lo razonable, eso quería manifestar poniendo algunos de los ejemplos anteriores, pero es la mayoría. A mí el nacionalismo –cualquier nacionalismo, y lo digo así de claro-, me parece retrógrado, insolidario, egoísta, cainita, antiguo como él solo, cerril, cerrado, reduccionista…, pero si los nacionalistas decidieran la tontería de lograr ser una nación aparte, lo respetaría. Uno de los resultantes de la democracia es el respeto a la vulgaridad si son los más los que la votan. Será que siempre fui inclinado a suscribir la frase valleinclanesca: “Yo respeto todos los fanatismos”.
Mientras tanto, Puigdemont se sueña el Papa Luna; Soraya se imagina ante el espejo como una nueva Isabel la Católica (es perverso, lo sé, pero también un día imaginé a Cospedal disfrazada de Pilar Primo de Rivera redactando un libro de cocina… y juro que ninguna de estas imaginaciones tuvo connotaciones eróticas, o si no, de pura vergüenza, no podría mentarlo: de verdad que María Dolores llevaba un vestido bajo el delantal), Junqueras sueña con su exilio en Casa Tarradellas –“ja soc aquì”… y Mariano sigue viendo pasar cadáveres de enemigos mientras reserva el buen ritmo solamente para el ejercicio físico.
Mientras, bajo la alfombra, va acumulando el sonido de la verdadera delincuencia que le salpica a él y que muere ante un ruido mayor, y conveniente, de sardanas que permite que a otros sí, pero a él no, los inhabiliten.
Ay.
Oigo Patria y tiemblo.
Veo banderas y bajo la cabeza como el viejo que oye cantar al joven nazi en “Cabaret”.
Miro cómo los viejos buitres jóvenes toman las calles otra vez.
Recuerdo antiguos miedos.
Me dan miedo otra vez.
Noto alegría donde no debería haberla.
Veo rastros de ilusionante romanticismo que no se sustenta ni en el romanticismo.
Mientras hay presos de conciencia en este estado, el que sea, y digo de conciencia porque Cristina Almeida señala con buen tino que no es el mismo grado que el de preso político, me entristece enormemente la alegría de victorias oscuras, rencorosas, mohínas, a por ellos…
Podría discutir con algunos de los que justifican la aplicación, por necesidad, de ese asqueroso 155. Pero no con quienes se alegran de su aplicación. Ni los que aplauden.

Por decirlo claramente, creo que quienes se alegran de ello no son unos patriotas: son unos miserables.