lunes, 20 de abril de 2015

cada uno de los setecientos


Dicen que “it’s a pity”, dicen que es una lástima... ¡hijos de puta!
Dicen que hay setecientos, nada más, setecientos muertos. Si fueran mil o si fuesen catorce cada muerto, de cualquier modo, estaría muerto.
Ellos, esos, los otros, los ya muertos, vinieron buscando un paraíso que no existe. No sé quién se lo habrá prometido. Tal vez los mismos que permiten que se mueran, que se pudran, que se fundan... Tal vez los mismos que les cobran por morir o los que miran a otra parte mientras cobran por cada uno de los muertos.
Creo que los mismos que prometen son los que matan, que los mismos que mienten con una falsa recuperación son los que crean esperanzas, que los mismos que crearon la crisis se aprovechan de la crisis.
Creo que los tiempos cambian pero los asesinos son los mismos.
Sus ejecutores, también.
Sus cómplices, también.
Los que no disparan, los que no venden pasajes de muerte, son también asesinos si es que hay complicidad.
Hasta la de la pena.
Hay muertos, parece, de una categoría mayor y muertos de menor categoría.
Estos setecientos, por lo que parece, son de saldo.
Supongo que nadie responderá ni por uno de los setecientos.
Se dirá que cada muerto de hambre es responsable de su muerte: que debiera haber sabido medrar o ser mejor.
A veces, por no estar en un bando equivocado, da un poco de vergüenza no estar muerto.
No me quiero morir. Hoy, al menos, no.
Pero me da vergüenza estar al otro lado.
El de los que contamos el vergonzoso número de muertos.

miércoles, 15 de abril de 2015

un catorce de abril sin acordarme


Hace años que no vivía un catorce de abril sin acordarme que era el aniversario de la Segunda República. Mala señal.
Me he acordado cuando, según el calendario que cree en la medianoche igual que Cenicienta, ya se había pasado la onomástica, aunque sigo despierto. Para mí sigue siendo el catorce de abril aunque ya es madrugada.
Nunca fui partidario de trasquilar borbones. Pensaba, como una vía mejor, invitarles a vivir lo que quedara de sus vidas cuestionables bajo el amparo provisional de nuestro generoso paraguas. Sin asfaltarles futuros, pero sin tirarlos por eso al precipicio. Prerrogativas sin futuro, exenciones sin demasiados privilegios.
Ahora, qué queréis que os diga, si he de ser sincero me da igual. No quiero que se apuntalen dinastías que ya no son creíbles ni en las sagas. Me niego a darlas por hechas, pero no pretendo tampoco tirar desde el abismo a sus retoños. Sólo quiero que me dejen en paz. No creo, como Iglesias, que este rey sería el mejor presidente de una república o jefe de estado en cualquiera de sus formas, incluida la más repelente y obsoleta. Una demasiado parecida a la presente. No, don Pablo, eso no me parece muy molón.
No creo tampoco en la guillotina, ya se habrá adivinado.
Me parece que hay problemas todavía mayores, aunque ustedes, señores borbones, señores por la gracia de un dios en quien no creo, chupen sin parar y con una gula proverbial del bote que construimos entre todos.
Ese logro grandioso, emocionante (no me arrepiento del adjetivo) que fue la construcción de una república, parece ser hoy sólo un tema para construir una respuesta a la pregunta número ocho de la pregunta caliente de saber y ganar.
Tiempos tristes. Vivimos tiempos tristes. No sé si es oportuno recordarlo.
Hoy los borbones viven a la sombra de pasar medianamente inadvertidos amparados en las primeras planas que acaparan los medios con respecto a las encuestas, elecciones, escándalos y demás diversiones de la vida común.
Y me encuentro pensando, curioso pensamiento, que la república no es lo prioritario, que hay problemas que suenan más candentes, que nuestras prioridades han de orientarse a polos más urgentes.
Es verdad.
Pero mientras, ¿por qué se da por hecho, como yo casi a veces, que este chupe monárquico es sólo una parte, y no pequeña, de un mal que hay que aceptar?
O que extirpar.