viernes, 2 de agosto de 2013

por el camino de baldosas amarillas


Con una gavilla de políticos como los que tenemos, podrían rellenarse unos harapos con sombrero de persona decente, daría como resultado un Espantapájaros como podría ser aquel del Mago de Oz que busca un cerebro por no saber pensar. Eso sí, habría que cambiar el mensaje del cuento, porque aquel pobre inocente no sabe que en el fondo es como si lo tuviera por conservar sus mejores características. Estos de aquí, esta gavilla, sería más consecuente: todos juntos no juntan para comprar un cerebro decente.

Si hablamos del corazón que busca el hombre de hojalata, el caso es aún más grave. Gobernar sin corazón es como gobernar para gente inexistente. Los que han sabido aprovechar el tirón de esta pérdida de sensibilidad se convierten a la larga o en populistas o en pobres diablos. En nuestro Congreso sólo hay cacerolas, restos de motor, apaños de desguace, todo ello sin un puto marcapasos que haga siquiera parecer que simula un corazón. Además, cuando no tienen que diseñar un mensaje especial que tenga que ver con alguna catástrofe nopolítica ni siquiera recuerdan que gobiernan para personas, no para votantes, que es como les llaman ellos, sino para esos seres que toman cerveza cuando pueden permitírselo en una terraza de verano y echan la casa por la ventana levantando el dedo al camarero para solicitar una de chopitos. Ellos, los duros leñadores congresistas de hojalata, intentan diseñarse para hacerse a sí mismos ferraris o redbulles. Intentan llegar antes, nada más, sin pensar en quién dejan en la cuneta y en quién ha de dormir en boxes por falta de gasolina. Tampoco ellos tienen corazón, aunque lo tenga el pobre hombre del cuento.

Vamos al león. Rugen para ocultar su miedo. No me da pena su miedo, tendrían que tener mucho más. Se disfrazan de pobres felinos engañados, como hizo Marianico el Corto esta mañana. Dicen tener el valor de reconocer un error, pero reconocer un error tiene unas consecuencias que no están dispuestos a afrontar. No vale pedir perdón a la víctima, pegarle una patada y volver a pedirle perdón. No vale, señorito, como no le valió al señorón, léase el monarca de todas las Españas, cuando dijo que se había confundido... a la hora de contar los cartuchos que hacía falta para matar un elefante, en dejar que hubiera fotógrafos en el evento y en llevar a una doña que quería lucirse a su lado. No, cachorritos asustados que buscan el remedio en la Ciudad Esmeralda: hay que rectificar o si no, no pedir perdón.
Mariano no lleva más elefante a su lado que su segunda (por lo pesada, no por otra referencia machista, válgame dios), se parece bastante a su imagen en plasma porque tampoco contesta, y se rodea de gente que sería tema para un esperpento: un ministro de justicia olímpico y que pierde el norte en cuanto lo sacan de un municipio, un ministro de educación y cultura que es el ministro más impopular desde Esquilache, y ya ha llovido, una serie de bichacos que incluyen réplicas catalanas de yar-yar-binks, ratones montoros enfermitos, cangrejos tostados al sol de sus señoríos, pazos y cortijos...

Hicieron un musical a partir de una novela (Wicked) que intentaba reinterpretar el mundo mágico de Oz. Estos se saltan los derechos y crean una zarzuela. No una de esas buenas, una realmente cutre.
¡Cuidado, Dorothy! (Ellos la llaman Dorita).
(A Totó ya lo han sacrificado por falta de pedrigree).
Les vemos alejarse (cada vez, qué pena, más lejos de nosotros) por el camino de baldosas amarillas, el color de la prensa sensacionalista, hacia una Ciudad Esmeralda donde vive un mago que es un fraude. ¿Bruselas? ¿Alemania? ¿El puto palacio de la Moncloa?... ¿Sus mentiras en general? ¿Nuestra definitiva ruina?

¡No les cayera encima una casa llegada de Kansas en un tornado o en la conciencia de todo un pueblo!