domingo, 30 de octubre de 2016

santidad del votante

Si de verdad atendiéramos tan sólo a nuestro instinto -me refiero al menos a algunos humanos entre los que me incluyo-, no sólo dejaríamos de votar, sino que asaltaríamos con un placer salvaje las sedes de los partidos y nos complaceríamos en manchar de tarta, mahonesa u otros líquidos menos respetuosos las caras no sólo de sus líderes sino de toda la camarilla que les lame. Y con todo derecho, se podría añadir.
No solamente por aquello -asimilado por costumbre a su estructura roñosa-, de la lucha y la ambición por el poder, del papel asignado a dirigentes que nunca fueron más que nadie, de la jerarquía habitual que sustituye la eficiencia, de tanta imagen absurda exigida por los medios, de tanto abstruso cuento de completar la frase -apostillar se llama- sin crear ninguna frase al fin y al cabo, para al fin no hacer nada o limitarse a hacer lo mismo que se supone que debería resultar por ya sabido y que nunca resulta más que para unos pocos privilegiados, y ni siquiera a su total satisfacción.
Partiría sus sedes como quien mete el cuchillo en un pastel -cuando no en una víscera-, me reiría de sus frases retóricas que no son más que frases -y ni siquiera buenas-, y en caso de dejar vagar mi mente sin tapujos no dudaría en llegar a desenlaces que no son como para figurar en los proyectos de ninguna persona decente o casi tanto: de esos que si se nombran rebasan el margen exigido de lo que se ha dado en llamar política correcta (ese feo sustitutivo de lo que siempre fue, sencillamente, la buena educación).
Rompería, insultaría jacobino, todo lo que merece ser rasgado. Lo haría... pero sólo en mis sueños, porque soy al fin y al cabo eso que se ha dado en llamar (yo suponía en tiempos inocentes que era una hermosa definición) un ciudadano. ¡Me gustaría tanto pensar que es lo mejor que puede ser alguien, cualquiera, que convive con sus vecinos, amigos, rivales sin fractura, compatriotas...! ¡Inocente de mí!
Pero tras declarar esta furia incendiaria y tan alegre... yo volveré a votar cuando nos toque hacerlo. ¿Será porque soy tonto? Puede ser (yo no lo creo). Me cabreó cuando un amigo, o por mejor decir un compañero, expresó en una red social su orgullo tras abstenerse en las últimas elecciones de esta serie maldita. Expresó su derecho a la desilusión. Es ese un derecho incuestionable, pero no sus consecuencias. Los que nos sumen cada vez más en la desilusión no se abstienen jamás, y dado que además esa injusta legislación que atiende al reparto de los votos, y que algunos se han olvidado de reivindicar modificar -porque piensan que les puede ser de cierta utilidad en ocasiones, pese a que cuando estaban en las calles dijeran lo contrario- les servirá para adquirir ventaja, no se la quiero dar con mi abstención.
Votaré como un santo cada vez que se tenga que votar. Del mismo modo que la desilusión ante la vida no me arrastra todavía al suicidio, la política no me inclina del todo a la abstención. A ver cuánto me dura esa tendencia (ambas).
Los partidos, de cualquier modo, está visto que no tienen que ver con la política. La política, mientras no se desautorice del todo a los griegos, se refiere al gobierno de la polis. pero lo que se ve no corresponde a nada semejante. El medio es el mensaje. McLuhan acertó también en esto: la política vista desde los partidos son los partidos en sí y no son nada más, su dinámica se basa en aumentar o disminuir el número de sus representantes, no a lo que representan. Así nos va.
A ver cuánto nos dura la aureola al votante o la votante. La aureola de santos, me refiero.