viernes, 10 de octubre de 2014

no mires ahora


Cuando yo era pequeño (sí, ya sé que eran otros tiempos), los adultos nos enseñaban a no mirar descaradamente a los mendigos, o incluso a esa gente que deambulaba por la calle y parecía un poco descentrada, bebida o sencillamente desesperada. Vamos, esos señores y señoras que, más allá de una cierta pobreza generalizada, al menos en mis circuitos urbanos, llamaban la atención por marginados; no siempre (casi nunca, creo) voluntarios. Nada romántico, más bien lamentable.
No estaba bien mirarlos, o al menos quedarse contemplándolos en ese intento infantil de investigar de qué va la vida más allá de tus paredes (un interés que también ha ido decreciendo de generación en generación, o en la misma generación según crecía y se adaptaba a un medio cada vez más insolidario y solitario).

Duele hablar de este problema del Ébola. No me apetece entrar en polémicas secundarias, ni siquiera en hacer notar que la muerte por negligencia lleva el nombre, si no de asesinato, sí de homicidio, y que no se saldaría con una dimisión a la que por otra parte nadie parece dispuesto haya venido cenado al cargo o no (la falta de modales y la chulería, por cierto, debería estar prohibidas en las tareas de eso que llaman la res publica, y no porque los que ahora la ejercen parezcan, efectivamente, reses), sino con una acción judicial. Pero no quiero... bastante se ha dicho, bastante duele, y bastante se ha removido culpando a las víctimas para salvar lo insalvable, porque ya ni la dignidad queda.

Por eso, por amargura de entrar a lo otro, querría hablar de ese no mirar que provoca la invisibilidad de las víctimas lejanas.
Durante muchos, muchos años, mientras el problema era de “los otros” no nos preocupaba. Seguíamos masticando cuando los mirábamos de reojo en los telediarios (las raras veces en que aparecían) y los contemplábamos con ese desapego con que se mira el tercer mundo desde el primero (o el segundo, que debe ser eso de “en vías de desarrollo” que jamás se ha superado). Un desapego extraño, me da por pensar, porque creo que en el fondo no lo consideramos real. Sus realidades sólo nos sacuden como las que se dan en la ficción, o en otros mundos (¿no estábamos globalizados?), o incluso en otros tiempos. Se ven como traumas del pasado, o de la ficción, y tienen que ver con nosotros mucho menos que las ficciones de AMC o  HBO (que para algo son ficciones del primer mundo).

Llevan meses, y meses, y meses, y meses, y meses muriendo y muriendo y muriendo y muriendo en África de este mismo mal. Pero era, hasta hace poco, el mal ajeno, el mal de los pobres, el mal que se mira como inevitable, ese que, en el fondo, no se mira.
Creo que nuestros mayores ya sabían que la utilidad de indicarnos no mirar no era por hacerle sentir mal al pobre o marginal de turno, sino para no tener que pasarlo mal nosotros.
Ahora tenemos que mirar por narices. No me alegra. No es una compensación. Sigue sin mirarse el de las tierras lejanas, sólo el que nos toca aquí. Por un lado es terror. Por otra parte el nacionalismo llevado a sus pequeñeces más estrechas. Ya no mi tierra, sino mi ciudad, mi barrio, mi casa, mi piso, mi apartamento, mi habitación o incluso mi lado de la cama. Tristes repúblicas independientes marca ikea.

En la estupenda película El rey pescador, un mendigo mutilado de guerra interpretado por Tom Waits declaraba que la indiferencia de los que le echaban monedas no le dolía. Él sabía que la limosna era el precio que se paga “por no mirar”.
Si es así, deberíamos pagar un impuesto revolucionario por no mirar a los que sufren. No ya la cuota a una ONG, sino una tasa obligatoria por la culpa y la indiferencia, por la comodidad a ultranza. (Ni con eso pagaríamos)

Como sigue sin mirarse a los mendigos, tal vez no te hayas dado cuenta de que cada vez más de los que piden en Madrid no paran de hablar por el móvil mientras se sientan junto al letrero que describe su miseria. Lejos de mí la idea de culparles. Sólo señalo que hasta en los mendigos se da la variedad primer mundo.
Tal vez, por eso, los que se empeñan en saltar las vallas plagadas de cuchillas, ni siquiera busquen salir del todo de la enfermedad, la muerte y la miseria. Tal vez reclamen el pequeño derecho de telefonear mientras mendigan. Les miremos o no.