sábado, 7 de abril de 2018

malditos canallas sonrientes

Si algo puede molestar más a Hamlet que el asesinato de su padre, es la actitud del asesino. Él califica a su tío Claudio como el “maldito canalla sonriente”. El sentido de impunidad, la despreocupación ante el crimen, es lo que más desestabiliza, o desespera, a Hamlet. 
La comparecencia de Cristina Cifuentes en la Comunidad de Madrid, como su viaje posterior a Sevilla para asistir –casi protagonizar a pesar de los suyos-, al congreso del partido, del PP,  con semblante algo más que sonriente, llega a ser indignante. Pareciera la imagen de la pura integridad, del optimismo a ultranza de quien quiere demostrar ser intachable. Y, a diferencia de otros que pudieran estar en cuerda floja, su actitud manifiesta la alegría implacable de quien se siente a salvo.
Estoy más que harto, como puede que muchos otros, -eso espero, y más aún-, de esas putas sonrisas de “no ha pasado nada” y “todo esto es solamente un juego del poder”. Me gustaría que los canallas, las canallas también, dejaran de sonreírme de una vez.
Me temo que no es solo la impostura -mala interpretación, o no tan mala-, de una sonrisa empanada en desparpajo. Es, sobre todo, la confianza en ser impune, en no destacar en un ambiente general donde la limpieza solamente planea como el cielo de unos cuantos ilusos del que se ríen, y no nos engañemos, todos los que han madurado en la escuela de la más despreocupada corrupción.
Los corruptos, corruptas, los culpables y las culpables llevan hacia adelante su sonrisa. Admirables en su terrible convicción sobre que la premisa principal es que son intocables.  Lo dramático es que a veces los sucesos les dan la razón… o acallan sus mentiras, como pueden, con cortinas de humo, haciéndoles reiterar su incongruencia.
El caldo de cultivo en que se mueven se basa en el principio de que lo que es demasiado espeso, más que hacer que te hundas te mantiene provisionalmente a salvo. Mantente así sobre todo aquello que no acepta las medias tintas, todo ese material repelente de desecho que, pese a ser repelente, y eso no hay quien lo niegue, mantiene el equilibrio.
El asqueroso rictus que demuestra “yo estoy definitivamente por encima de todo esto” merece ser borrado por un ingreso en prisión, o un sacar los colores, o el pagar como quiera que sea que se deba pagar. Más que nada hay que hacer saber que la pena se paga, que aunque no siempre la historia se compense, algo indica que los malos y malas acaban mal, como en las buenas películas ingenuas. Y lo que es más notable: que no son víctimas ni perdedores ocasionales; que se la iban buscando, que se veía venir… (estoy a un paso escaso del “se lo merecían”).
Pero en fin, lo que quería decir es que me sigue pareciendo indignante esa sensación de que pase lo que pase ya nunca pasa nada, que todo está permitido, que lo que parece importar es el recuento hasta el último escaño en las encuestas, y después elecciones, si es posible.
Y que entre mientras, nada. Sonrisas. Dilaciones. Casi orgullo ante el mal que nadie puede demostrar aunque todos sepamos que es culpable, por ejemplo, la dama sonriente que en el fondo se está partiendo de todos estos que ella en público llama ciudadanos y en privado gilipollas, los que la siguen, los que atienden su sonrisa de canalla, bregada ya por cierto en mil disputas a ultranza contra la honradez.  

Sonríen. Confían en la enorme dificultad que hay que desarrollar para borrarles la sonrisa.