miércoles, 19 de septiembre de 2018

tus muertos, mis nóminas, sus votos


La muerte de tus hijos son el pago de la matrícula del cole del mío. Y el mío va a ir al cole y tendrá su playstation por reyes aunque el tuyo tenga que morir. Las cosas van así.
No es una especulación extravagante, la avalan los hechos: al parecer ya no hay justicia ni derechos humanos, solo hay nacionalismo. Salvar lo más cercano a expensas de cargarse lo que está un poco más lejos y de paso tiene un color, no siempre, casi nunca, más curtido. Distinto en fin, sea cierto o inventado; sea esto o no real.
Dicho nacionalismo a veces no tiene por qué tirar de banderas ni himnos; puede hacer ascos a todo esto incluso, según se presente la ocasión. A veces, sobre todo últimamente, se defiende esta postura también desde las izquierdas. Una enorme amargura. Sufro el dolor, como seguro que otros más, cuando vemos lejos de nuestra opinión a los que nos esperanzaron al decir pensar que los seres humanos son seres humanos. Ahora veo que no. Los seres humanos son más humanos si son gaditanos que yemeníes. Y cito esto no porque sea el caso más grave, sino porque es uno que hace que se me caiga –espero que a muchos se nos caiga- la cara de vergüenza.

Se da por hecho que los muertos, niños o adultos, importan menos por ser de otro país. Se supone que es justo cobrar el contrato de las bombas y los barcos que matan, pero es una realidad tan repugnante que resulta difícil de afrontar. Yo no lo hago. No puedo. Aunque ellos la denominen “realidad”. No puedo comulgar con bombas de molino, con ruedas de molino.

Metidos en el intríngulis político, puede que un tercer factor, el número de votos, compita con ventaja con la cifra de muertos. Al fin y al cabo, para la estadística, todo muerto no es más que una raya en el debe y el haber. Nada más. Las personas no existen en realidad, o son meros nombres, mera estadística, y cuando se recuerdan se apartan de la mente porque no huelen bien. Fueron destrozados por las bombas. Eso les convierten en incómodos. Pasan a llamarse males necesarios. No sus nombres propios. No Omar, no Khalid, no Samara… estadísticas medianamente dolorosas… durante un rato no muy largo. La costumbre lima las dimensiones del horror. No mucha molestia: mera incomodidad.
Traducción a la absurda expresión que dice: “las cosas son así”, como si las cosas nacieran de la tierra como pústulas anónimas que nada tienen que ver con nadie, ni nadie las fomenta ni las siembra.
Mientras, niños, estadísticas de niños muertos, pequeños en un amplio número de casos.
Los muertos, los niños muertos, y los adultos, que no tienen por qué ser menos dolorosos. Supervivientes en un mundo que afirmaría que lo único mejor es estar vivo.
Y en cada uno de los programas políticos, serios, legislativos… en cada tendencia… tanto vecinalismo se enarbola para protegernos del “otro”. Ese que está ahí.
Ese cuyas exigencias molestan. Ese cuya lucha molesta. Ese cuya muerte molesta.

Menos mal que al parecer existen bombas que eligen sobre la marcha, estando paradas sobre la cabeza del objetivo, si la víctima potencial merece o no morir. Bombas morales. Preciosas bombas justicieras que jamás se estrellarían sobre la cabeza de un inocente.
En cuanto sepa cómo ejecutan el baremo moral, os lo cuento. Mientras tanto las bombas juzgan, adelantan el juicio final, distinguen a pecadores réprobos de justos e inocentes. Matan al que lo merece, aunque viva en la misma casa de uno de los llamados justos. Y sus voces, las voces de los que dicen que los contratos con Arabia Saudí, amigo principal de los Borbones, son materia intocable, dicen asegurar el sustento de las familias que no verán morir a los que matan sus bombas.
Seguro que prefieren contemplar en esa caja tonta un gran hermano vip o un master chef de putos cocinillas famosillos, tan vips, tan repelentes como los otros tantos, para evitar la visión del niño muerto mientras llega la nómina a tu cuenta. 

Se comprende.