Hace años que no vivía
un catorce de abril sin acordarme que era el aniversario de la Segunda
República. Mala señal.
Me he acordado cuando,
según el calendario que cree en la medianoche igual que Cenicienta, ya se había
pasado la onomástica, aunque sigo despierto. Para mí sigue siendo el catorce de
abril aunque ya es madrugada.
Nunca fui partidario de
trasquilar borbones. Pensaba, como una vía mejor, invitarles a vivir lo que
quedara de sus vidas cuestionables bajo el amparo provisional de nuestro
generoso paraguas. Sin asfaltarles futuros, pero sin tirarlos por eso al
precipicio. Prerrogativas sin futuro, exenciones sin demasiados privilegios.
Ahora, qué queréis que
os diga, si he de ser sincero me da igual. No quiero que se apuntalen dinastías
que ya no son creíbles ni en las sagas. Me niego a darlas por hechas, pero no
pretendo tampoco tirar desde el abismo a sus retoños. Sólo quiero que me dejen
en paz. No creo, como Iglesias, que este rey sería el mejor presidente de una
república o jefe de estado en cualquiera de sus formas, incluida la más
repelente y obsoleta. Una demasiado parecida a la presente. No, don Pablo, eso
no me parece muy molón.
No creo tampoco en la
guillotina, ya se habrá adivinado.
Me parece que hay
problemas todavía mayores, aunque ustedes, señores borbones, señores por la
gracia de un dios en quien no creo, chupen sin parar y con una gula proverbial
del bote que construimos entre todos.
Ese logro grandioso,
emocionante (no me arrepiento del adjetivo) que fue la construcción de una
república, parece ser hoy sólo un tema para construir una respuesta a la
pregunta número ocho de la pregunta caliente de saber y ganar.
Tiempos tristes. Vivimos
tiempos tristes. No sé si es oportuno recordarlo.
Hoy los borbones viven a
la sombra de pasar medianamente inadvertidos amparados en las primeras planas
que acaparan los medios con respecto a las encuestas, elecciones, escándalos y
demás diversiones de la vida común.
Y me encuentro pensando,
curioso pensamiento, que la república no es lo prioritario, que hay problemas
que suenan más candentes, que nuestras prioridades han de orientarse a polos más
urgentes.
Es verdad.
Pero mientras, ¿por qué
se da por hecho, como yo casi a veces, que este chupe monárquico es sólo una
parte, y no pequeña, de un mal que hay que aceptar?
O que extirpar.
O que extirpar.
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