En este amanecer del 19 al 20, mientras asistía a ese espectáculo en que el cielo de Madrid se demora casi un par de horas al final de primavera en pasar del azulnegro al celeste pasando por toda una gama de colores irreproducibles, he vuelto a pasar por las calles, prácticamente vacías en estos momentos, que he recorrido tan bien acompañado esta misma mañana.
Castellana, Colón, Cibeles, que nunca han dejado de parecerme propias, se volvían aún más mías por el simple motivo de ser nuestras. Esta mañana lo hemos demostrado. No hace falta disputar con algunos medios por decenas de miles más o menos: hemos desbordado las previsiones. En general, hemos desbordado. Y seguiremos haciéndolo. No participamos del recuento que se hace en la Comunidad cuando los antimaricas mataguarras-abortistas comehostias se pitufan hasta caber treinta y cuatro en un metro cuadrado según cifras oficiales. No nos hace falta. Podemos permitirnos la generosidad de que digan lo que quieran, con esa generosidad propia de los que son tantos que no necesitan contarse. Y nos diferencia, sobre todo, ese gesto con que nos miramos con el que está cerca, esa expresión de complicidad y cariño que tan difícil es de encontrar en la vida cotidiana de una ciudad como esta, tan multitudinaria y mal regida.
Este amanecer la Cibeles aún miraba las vayas azules que la cercaban, asombrada de que tanta protección no fuera necesaria. Seguía a la espera de futboleros madridistas sin explicarse aún por qué esta mañana la había circundado tanta gente. Ella que tan acostumbrada está a los eventos, ella que se vio tan tapada, protegida de los bombardeos de esos mismos que años después la hicieron chotis y hablaban como si la hubieran querido cuando a punto estuvieron de romperla. Como rompieron tantas cosas, tantas vidas. Y recordando esos lejanos tiempos vividos por mi madre y no por mí, me ha venido a la cabeza, al mirarla tan guapa, eso de “yo pisaré las calles nuevamente”.
Me he mirado la marca pálida que me ha dejado el reloj en la muñeca, y esas rojeces (¡bien!) del cuello que se pueden mostrar como la hermosa marca de un muerdo, dejadas esta vez por un sol de justicia que empezó en Sol. Me he sentido tan orgulloso como si nos las hubiéramos ganado.
Y luego esa metáfora curiosa: los muchamucha policía, que solamente cumple, para lo malo y lo bueno, órdenes, aunque pongan esa cara de estar decidiendo por sí mismos, mantenía un orden que no se desordenaba, y por encima de todo se ocupaba de marcar la distancia que nos separa a los ciudadanos, bajo un enorme cartel donde pone RESPETO, de la casa donde trabajan los que tendrían que representarnos: Las Cortes. Los leones parecían no entender nada. Miraban de reojo a ver si venía otra vez Armada a hablar con un Tejero o algo así, con tanta protección.
Una distancia enorme entre nosotros y ellos, nosotros presentes y ellos hoy ausentes, una distancia protegida por la fuerza, sostenida por mogollón de uniformados con su “prohibido el paso”.
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