sábado, 18 de junio de 2011

las buenas personas


He salido esta noche con amigos. Todavía está a nuestro alcance. Cumpleaños felices, cena, alguna que otra copa… 

No vivo cerca. Normal mente, por mucho que tenga que andar, cojo el búho o algún autobús de esos que siguen las líneas de los metros. Pero estaba cansado, y pensé, teniendo en cuenta que me acaban de ofrecer un trabajo (¡afortunado yo, ya sé, aunque sea para dentro de un par de meses!), que me daría el capricho de coger un pelas, un taxi o como lo quieras llamar, y luego rezar a Dios para que no intentara, como muchos, hacerte el recorrido superturístico con tarifa chachi o si no torturarme hasta mi puerta con el odioso runrunear de la COPE, Intereconomía o lindezas similares. Lo más que aguanto con autocontrol es radiolé y difícilmente.


No era ni una cosa ni otra. No llevaba puesta ninguna radio. Intentó hablarme y le respondí por educación aunque no tenía gana. Silencios tras pactar el recorrido. Hasta que de pronto me sentí muy injusto por no haber reparado en las ganas que tenía, necesidad más bien, de hablar. Hay veces, y me cago en la leche por ello, que uno no se da cuenta de que tiene delante, ahora en el sentido literal, a una buena persona que, aunque te cobre su tarifa, quiere hablar.

Todo surgió por una ambulancia que pedía adelantar. Primero me dijo algo extraño: me habló de la lógica necesidad de echarse a un lado pero en seguida lamentó “que cada día se vieran menos ambulancias”. Me pareció tan raro, incluso algo morboso, que le pregunté el porqué. "Últimamente –me respondió-, porque así lo pide sanidad en Madrid más cada vez, la respuesta que dan cuando se les pide una ambulancia por teléfono es “no estamos seguros de que sea tan urgente, llame a un taxi”. Y de este modo, en los últimos meses, he llevado a personas que estaban sufriendo un infarto, gente a quien se les salía el hueso del brazo o de la pierna, personas a punto de pasar no ya por un ataque de ansiedad, sino por uno de vaya usté a saber qué, según sus palabras… Y luego me habló de los hijos de su mujer, que no eran suyos pero los quería como suyos, que en algunos momentos eran chicos difíciles, sobre todo uno, y que en el colegio concertado, al que le habían llevado para ver si salía adelante mejor que en la enseñanza pública normal, sus notas insuficientes, muy insuficientes, podían hacerse suficientes según lo que pagaras. Y que ya no sabía qué hacer, y que todo le parecía cada vez más extraño.
Luego me preguntó: “Esos, no me acuerdo de cómo se llaman, ¿sabe usted quiénes les digo?” ¿Los que llaman “indignados”?, aventuré sabiendo que la respuesta era que sí, y fue que sí, y me preguntó si sabía quiénes eran y le dije que yo había estado en Sol a veces aunque nunca dormí allí y él me ha dicho algo que se me clavará en la memoria, y si no no tendría perdón: “Yo soy de esos que sienten vergüenza por no haber pasado por allí”.

Habíamos llegado enfrente de la puerta de mi casa. Nos quedamos hablando en su coche diez o quince minutos.
Me señaló un banco y me dijo que tampoco entendía lo que los bancos estaban haciendo. Le dije que precisamente en ese tenía dinero. Me miró como si yo fuera un pardillo, y se lo agradecí. “Hace tiempo, me dijo, tenían una buena obra social. Ahora que ha cambiado de nombre es una máquina de estafar”. Hasta me recomendó otro, no sé si con buen criterio. 
Me comentó que él no votaba siempre a los mismos, que no era persona de convicciones políticas pero que sí votaba: “eso sí, unas veces a unos y otras a otros, y siempre pienso luego que me he confundido… ¡pero con lo que se ve ahora!”
Al rato, sin intentar romper el clima, le comenté la manifestación de este domingo, me dijo que le parecía muy bien, pero que “su mujer le mataba si se enteraba que había ido”. "Ella me dice que le da mucho miedo, que puede haber por medio violencia, que no me complique la vida, que a saber quién está detrás de esto”. “Usted me parece una persona honrada y habla con sensatez”, me dijo, y pocas veces me he sentido más halagado, “y además”, añadió casi con cuidado,  “…ni siquiera es joven”, y tampoco me molestó aunque haya ganado últimamente kilos. “No iré el domingo –me dijo- todavía no me atrevo, pero sé que algún día, dentro de poco, estaré por allí”. Era sincero, no lo dijo por decir. Me bajé. No nos dimos siquiera la mano. Le deseé unas buenas noches con todo mi corazón. Él respondió de un modo parecido.

El domingo, aunque no estés allí, me acordaré mucho de ti, y recordaré que, como a todas las buenas personas, te hemos ganado para el futuro. 

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