lunes, 29 de agosto de 2011

merendola


Vuelvo a recorrer mi Madrid de madrugada alta. Un buen espacio dormido, una buena ciudad para pasearla razonablemente vacía si tienes ganas y tiempo de andar. Lo tengo, y si no lo hago.

Tres veces he puesto hoy un mensaje de los de Unicef en que se escribe la palabra Somalia y se la envía como donativo al doloroso buzón del hambre. Cada una de esas tres veces, un mensaje de texto me ha prometido que un solo niño resistiría un solo día más gracias a mi contribución. Resistiría significa sin más que no morirá mañana, así de claro. Pasado, dependiendo del número de mensajes, tal vez sí.
¿Qué hago mañana? ¿Mandando un mensaje salvo al mismo, al que ya me parece conocer, o a otro que no recibió mensajes? ¿Cuántas horas de vida? ¿Veinte, veinticuatro, veintiséis? ¿Cuántos niños? ¿Cómo se elige al niño? ¿Vuelvo a llamar o no? ¿Entro en la ruleta macabra? Hay que enviar dinero, eso lo sabemos, eso es ineludible sea o no injusto. El hambre no entra en políticas. El hambre sólo quiere, necesita, comer.
Ceno para olvidar. Bebo para olvidar. Hablo para olvidar. Gasto para olvidar. Gasto un poco menos para justificar que no estoy gastando lo que ellos deberían recibir.
Pienso en ellos como seres extraños: gaticos desnutridos, animales canijos, álbumes de horrores pasados. Logro que al darme algo de asco y pena me puncen menos la entraña del remordimiento. Como si pertenecieran a otro mundo que no es mío, como si pudieran convertirse en seres de ficción.
Hay que contribuir y comerse los mocos de la vergüenza. Lo disfracemos como lo disfracemos se llama caridad, el sustituto antinatural de la justicia. Pero quien tiene hambre, ya lo he dicho, no piensa en los decretos ni puede hacerlo. Si yo fuera uno de ellos (y peco al ponerme en un pellejo magro que desconozco), no os podría perdonar la duda de si hacéis bien o no.
Bien, la verdad es que supongo, y espero, que ellos, mandemos lo que mandemos, no nos lo perdonen nunca, porque no hay perdón posible. Nunca. Jamás.
No es sólo que den ganas de hacerse cooperante, y además es lógico que no te admitan si no eres efectivamente útil y sólo vas a contribuir con tu buena voluntad torpe, tonta, primermundista occidental y a hacer perder el tiempo a los que tengan que enseñarte a cooperar.
De lo que dan ganas de verdad, si se te pasa por la cabeza un viso de honradez, es comprar un pasaje hasta allí, llegar a donde están, ponerse enfrente de ellos y decir, sin romanticismo y sin exhibicionismos tontos: “Comedme”. Es lo más que puede darse, y casi lo único. Nuestros kilos de carne cebada, grasa combustible de gimnasios donde vamos a buscar un buen aspecto, líquidos sobrantes y vitaminas ingeridas en pastillas. Dejar que lo aprovechen. Y tampoco sería mucho. Un primermundista se traduce en tres días de vida para diez individuos. Y me pongo optimista.
Nunca les podremos pagar lo que les estamos haciendo. Veremos películas sobre el genocidio judío, sobre masacres programadas, y no miraremos que ahora mismo somos los ejecutores que no miraban, como los alemanes en los cuarenta que olían raro en el aire a hueso chamuscado y no querían saber.
Me anima la sola idea de llegar a ser una merendola. Un solo día de regocijo. Como si fuera un cumpleaños.
Qué asco.
Luego, en el autobús nocturno, unas voces acompasadas desde los asientos traseros desgranan un rap cuya letra no comprendo porque el idioma es brasileiro, y todo vuelve a parecer armónico, y una madrugada madrileña parece un lugar hermoso... tan lejano de aquello.
Todo parece volver a su sitio, esta sincronía frente a la desincronía dominical del hambre en cualquiera de los asentamientos provisionales, míseros, de este hermoso y desconcertante siglo vigesimoprimero.
Va a empezar a amanecer de un momento a otro. Hay que enviar más raciones. No pienses. Gasta en ellos.

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