miércoles, 30 de noviembre de 2011

soplidos y rencores


No es extraño no haber hablado de la resaca postelectoral. Difícilmente hay resaca sin borrachera, y estas elecciones, con su campaña triste de resultado anticipado, han sido aguadas, desvaídas, profundamente abstemias aunque supongo que la plana mayor de FAES con su jefe a la cabeza habrán brindado provocadoramente con abundante vino antes de volver en coche a su casa pensando que a ver quién era el guapo que les paraba ahora y les hacía soplar. Para soplar no les hace falta nadie. Mientras tengan como apoyo e inspiración esos poderes económicos y eclesiásticos (tanto monta), soplarán, soplarán, y acabarán derribándonos la casa acompañados por otros dos cerditos que comandan la Europa.
Canciones tan tristes, ni en Hill Street.
El único trago que me ha sorprendido, ha sido para mal: luego ha sido un mal trago. Se trata de que en mi ciudad, esta Madrid (sé que se dice este, pero para mí Madrid es femenino, aunque no sea momento de explicarlo), esta vieja amante a la que se ama más por lo que siempre será en el fondo que por el estafermo que ha llegado a ser en parte, la famosa tercera fuerza política, esa constante siempre débil y disputada, no sea un partido de izquierda sino uno artificial basado en el rencor.

Cuenta la leyenda, y lo digo así por no caer en la ilegalidad de hablar sin pruebas en la mano, que un diario que se hace llamar El Mundo nació con un claro propósito. El PSOE, y en concreto su Felipe en persona, había negado a un señor apellidado Ramírez el apoyo necesario para que un diario que había estado de su lado y del que era director el peticionario, en concreto Diario 16, no se hundiera y acabara desapareciendo. Sin apoyo, desapareció efectivamente, y como un villano o un héroe de cómic, la víctima juró consagrar el resto de su vida a hundir a su enemigo, su entorno y sus herederos. El más que eficaz resultado, es historia. Perdón: lamentablemente sigue siendo historia, y ojalá no se convierta en la historia interminable.
Esta leyenda que no lo es, viene a cuento para comentar un caso paralelo, no en el tiempo pero sí en el espacio político. Una señora menospreciada por su propio partido (el mismo que levantó las iras de Ramírez), tirada en unas primarias que se prometía incontestables, secundada sólo en parte y por un periodo limitado en su cruzada particular antinacionalista de cualquier tipo que se empeñaba en buscar y perseguir terroristas debajo de cualquier txapela fuera del signo que fuera, debió hacer otro de esos heroicos juramentos.
A partir de ahí decidió convertirse en partido. Sí, Rosa Díez no fundó un partido: el partido era y es ella. No es líder de una formación, es la formación. Dice, y afirma en la tele secundándola algún nuevo diputado suyo, que no es ni izquierda ni derecha, que eso está superado. Pero es notorio que apunta contra el partido que le dejó una cicatriz en la mejilla. Está por encima de la ideología, afirma, pero Esperancita alaba su coherencia y falange pide el voto para ella. Sólo deja claro que es antinacionalista, pero eso no tiene fundamento cuando se enarbola el estandarte casposo del ultranacionalismo español (señor Bono, ¿por qué no entra usted a reforzar las líneas de esta nueva adalid de las esencias patrias?).
¿Qué es UPyD aparte de Rosa Díez? Ya no le queda ni ese filósofo al que la peligrosa presión social de las amenazas le torció la chaveta. Sólo le quedan votantes ultranacionalistas y algún que otro despistado, pero eso sí, muchos; al menos en Madrid.  

Un (o una) Madrid que se reafirma, por lo tanto, en el voto retrógrado. Como España en general. La culpa la tienen además los que en lugar de permanecer en la otra acera se cruzaron a la de las directrices de ultramercado eligiendo los medios menos solidarios, atendiendo a una torva razón de estado y segando por la base en vez de afeitar algún copete disparatado. El antiguo voto útil dejó de serlo definitivamente. Total, para acabar en la cuneta.

España se parecerá poco a poco al metro de Madrid: un antiguo modelo en su clase que se depaupera tan lentamente, tan sin escándalo, que no parece cambiar pero resulta cada día un poco más lento, más irritante, más sucio, más lleno y congestionado, con la banda sonora y visual de esas pantallas que gritan proclamas de propaganda institucional de la bendita Comunidad y su bendita presidenta con un descaro que hubiera hecho sonrojar las tácticas del Ceaucescu de los tiempos más oscuros, con sus vagones cargados de ciudadanos aislados por auriculares y con ojos tan tristes como los de los animales de zoológico.
Lo de la lentitud y suciedad será por los recortes. Los estados de ánimo, a causa del stress de parecer llegar siempre tarde, del miedo a perder un trabajo difícil de conservar y vivir en un mundo y un país cada vez más pobres, más ignorantes y más tristes.






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