Lo escribió ese señor: Erasmo de Rotterdam. “El asno de Rotterdam”, en palabras de un joven estudiante, según la Antología del disparate, que no diqueló bien al nota que le soplaba.
Ahora suena a Erasmus, eso que hace que tantos estudiantes dejen las Ramblas cuajadas de potas juveniles. O a intercambio.
Locura. Movimientos a través del mundo.
Mi sobrino, y sin embargo amigo, Alberto, se va a trabajar a Europa: Londres, ciudad maravi-llosa, seguro que se lo pasa de miedo, casi da envidia... Pero también le empuja la necesidad de no encontrar nada decente en su propio país. Es un inmigrante de lujo y con carrera, pero pocas generaciones le separan de mi tío Abilio que se fue a Colonia (o como cojones se diga en alemán) a buscarse la vida. Menos mal que, en parte, la encontró.
Veo a tiernos infantes de un año (hola, Asier, hola felices Nadia y Sergio, seres entrañables en el mejor sentido, ese que es tan literal que te habla de personas que te llegan a las entrañas), a esos niños que no se sabe dónde crecerán, tal vez ni siquiera por elección sino por necesidad.
Veo, leo, escucho, aguanto, trago, veo como los demás leen, escuchan, tragan, como si no pasara nada, que la moda de los rumanos se acabó, que ni uno más, que se vayan a hacer de figurantes en Promesas del Este o que revoquen los increíbles, maravillosos, grandiosos, elegantes y rotundos edificios, palacios e iglesias de su país que he tenido, en parte, el privilegio de contemplar para acabar por comprobar, una vez más, que no sabemos ni con quiénes tratamos.
Se firma, se rubrica, y se limpian los mocos los señores mientras dicen: “Se acabaron los rumanos. Los que estén, que se queden, siempre que estén regularizados y no exijan demasiado... Ni en Coslada”
(¿cómo van a exigir demasiado? Todos conocemos por referencia el nazismo: cuando una etnia está cuestionada, la obligación es renegar de ella, “integrarse”, templar gaitas hasta la humillación, intentar que no te cuenten por números, ocultarte, sentirte impar, relegado, zurdo, indefenso, inútil... al margen. La creación de marginalidad es uno de los inventos más diabólicos del progreso, aunque se base en antecedentes de muchos siglos antes de ese señor que se llamó Cristo y no domaba leones ni está casado con Bárbara Rey).
...y, amiguitos, se acabaron las no-nacionalidades por eso de pertenecer a la Unión Europea, que para nosotros lo de pertenecer a la Unión Europea tiene unos privilegios o no, aunque lo digan sus artículos fundacionales, porque se interpretan según nos salga de nuestra santa polla (almejita, en el caso Merkel y algún otro, pero eso qué más da).
Ejemplo de integración plena de inmigrantes: esos señores y señoras teutones, algún anglo que otro, algún suizo/zaza, casi todos jubilados, que vienen a comprarse un terrenito en España sólo con el fin de disfrutar esa Seguridad Social que en su precioso país, tan rico y adelantado, no les ofrecen, aunque sean trabajadores como hormiguitas y no perezosos como los sureños (que da igual que trabajen más horas, porque se tocan las narices en las horas de trabajo, y eso ¿quién no lo sabe?).
Mientras viven en su paraíso medicinal pagado con mis impuestos, los tuyos y los de ese niño que de mayor se verá obligado a emigrar, no se enteran de que sus dirigentes les traicionan. Si nos imponen el cinturón de hierro a los débiles y vagos meridionales, ¿dónde van a chupar del bote sus enfermos? Algún día se encontrarán con esa contradicción, aunque al fin y al cabo, ¿qué suponen unos poco votos por correo de ciertos moribundos?
¡Vente a Alemania, Pepe!
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