Leo Gaza.
Aunque debiera, no
quiero mirar muchos vídeos de Gaza, ni sus niños muertos ni su estela de sangre
desesperada y sin sentido.
Menos aún contemplar las
hienas, desde los embajadores a los periodistas y aquellos que alguna vez
parecieron serlo.
Me duele, pero no
importa nada si a mí me duele o no.
Viendo Gaza, pensando en
Gazas, me conforta el consuelo de pensar que esta vida de cada uno, la mía en
este caso, permitidme que me remita a mí, tiene fecha de caducidad. Que el
horror no será eterno aunque después no haya nada.
No protesto contra la
vida. Me gusta vivir. Por eso escribo en lugar de morir.
Pero me gusta pensar que
podré tenderme como un animal cansado y olvidar que todo lo que me rodeaba
estaba teñido de un olor de depredador sin gana de comer, pero con mucha gana
de matar.
Y que nadie hizo nada.
Y que necesitábamos
tanto la vida que en lugar de aullar por las calles esperábamos encontrar un
amor, una respuesta, un trabajo o un estímulo nuevo.
Y que era verano.
Y los gritos se perdían
entre la arena de las playas y las horas de sueño no dormidas en invierno.
Y que esa era nuestra
manera de sobrevivir.
Viendo morir.
Protestando por los que
vemos morir, pero sin arrastrar a los tribunales a los asesinos.
Y los casos de
corrupción nacional se convierten en operetas ante la inmensa Ópera del Horror.
Y todo lo que no es Armagedón parece ser nada.
Porque Armagedón existe,
y lo traen los que se suponen que lo habrían de sufrir.
Porque mientras la
Alemania nazi ocultaba al mundo la enorme vergüenza de los campos de exterminio
ellos se jactan de mostrar al mundo su nube de langosta. Su ángel exterminador.
No hay marca de primogénito en las puertas que pueda detener la ira sacra del
dios de la venganza y la rapiña.
Dicen que el primogénito
es un escudo, y los escudos están hechos para destrozarlos y dejar indefenso al
que lo empuña.
Pero la vida es una
cuenta atrás.
Cada día corre un número
en la pizarra que no vemos.
Toda nuestra vida, tío
Vania, trabajaremos para los demás, pero llegará el día en que al fin podremos
descansar, y descansaremos. Lo decía el sabio Chéjov en la boca de Sonia.
Y el inmenso poeta que
fue Lorca consolaba a un poeta cansado, no tan bueno como él mismo aunque
Federico nunca llegó a saberlo, diciéndole al final de su Oda: “Duerme, no
queda nada”.
Porque no queda nada,
sino ese anhelo incontestable que se llama Resistencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario