martes, 5 de febrero de 2013

richard en el aparcamiento




Yo sí que, desde aquí, contemplo las ruinas de Europa, pobre Hamlet, máquina de pensar, máquina absurda. Yo sí que las contemplo.

Ofrecí mi reino a cambio de un caballo. Sobre mí, en cada uno de estos coches, caballos de potencia dormida me vigilan, pero no me llevarán a ningún sitio. No me alejan de mis enemigos. Nada han hecho por mí.

Me echaron la maldita maldición, mis víctimas me fueron diciendo “mañana en la batalla, piensa en mí” cada una de ellas, pero se ha hecho extensivo a los pensamientos de todos los zapatos que me pisan, todos desconocidos, posibles víctimas heredadas de mi infamia, que cada mañana, después del desayuno de nutella, tan distinto a los míos, se preparan para lo que ellos consideran ser una batalla. Lo llaman la “batalla diaria”. Como si un cuerpo, deforme o no, pudiese aguantar una batalla cada día. Supongo que será una metáfora. Palabra horrible y pretenciosa aquella de “metáfora”. Feble recurso de ese cisne del Avon que llamasteis bardo sin saber qué era un bardo en realidad.

Y aun así, esas víctimas del cotidiano combate, esos que, antes de abrir su coche de metal, para no detectar la fealdad irrevocable de sus almas evitan mirar su sombra en los muros del aparcamiento, sin saber quién soy yo, piensan en mí.
Piensan en el poder que quisieran disfrutar sin descubrir, como descubrí yo, que en el fondo el poder se disfruta mucho menos que una buena almohada y nueve horas de sueño (sueño, en el otro sentido, imposible). Pero tal ignorancia acerca de lo que pudiera confortar es inevitable: yo tampoco me hubiera dejado convencer.
Ellos piensan, como hice yo, que nunca es demasiado. Si llegan a lo más alto, como yo hice siglos antes, quisieran inventarse un cargo más al que acceder de moda sibilina y criminal. Dicen que corrompe el poder, pero corrompe más el saber que es tan limitado, que los objetivos alcanzados sólo generan sed de conseguir más, háyalos o no. Si no, se inventan.

Camino de sus caballos de huida me pisan cada mañana y cada anochecer las suelas de sus charolados calzados, las agujas de sus afilados tacones, porque ahora, como en mi historia, hay reinas por todas partes, pero estas se disputan a bocados el poder con los hombres y no sólo por medio de los hombres, sino directamente con sus bocas pintadas color sangre.
No saben que, desde aquí, mi calavera, fea también como yo mismo, entrechoca las mandíbulas en una repetida risa al escuchar sus pasos hacia ningún sitio.

No me saquéis de aquí. No me entreguéis a un museo. Los que miran de cerca las vitrinas son peores aún porque suponen comprender lo que están viendo.

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