Yo sí que, desde aquí,
contemplo las ruinas de Europa, pobre Hamlet, máquina de pensar, máquina
absurda. Yo sí que las contemplo.
Ofrecí mi reino a cambio
de un caballo. Sobre mí, en cada uno de estos coches, caballos de potencia
dormida me vigilan, pero no me llevarán a ningún sitio. No me alejan de mis
enemigos. Nada han hecho por mí.
Me echaron la maldita
maldición, mis víctimas me fueron diciendo “mañana en la batalla, piensa en mí”
cada una de ellas, pero se ha hecho extensivo a los pensamientos de todos los
zapatos que me pisan, todos desconocidos, posibles víctimas heredadas de mi
infamia, que cada mañana, después del desayuno de nutella, tan distinto a los
míos, se preparan para lo que ellos consideran ser una batalla. Lo llaman la
“batalla diaria”. Como si un cuerpo, deforme o no, pudiese aguantar una batalla
cada día. Supongo que será una metáfora. Palabra horrible y pretenciosa aquella
de “metáfora”. Feble recurso de ese cisne del Avon que llamasteis bardo sin
saber qué era un bardo en realidad.
Y aun así, esas víctimas
del cotidiano combate, esos que, antes de abrir su coche de metal, para no
detectar la fealdad irrevocable de sus almas evitan mirar su sombra en los
muros del aparcamiento, sin saber quién soy yo, piensan en mí.
Piensan en el poder que
quisieran disfrutar sin descubrir, como descubrí yo, que en el fondo el poder
se disfruta mucho menos que una buena almohada y nueve horas de sueño (sueño,
en el otro sentido, imposible). Pero tal ignorancia acerca de lo que pudiera
confortar es inevitable: yo tampoco me hubiera dejado convencer.
Ellos piensan, como hice
yo, que nunca es demasiado. Si llegan a lo más alto, como yo hice siglos antes,
quisieran inventarse un cargo más al que acceder de moda sibilina y criminal.
Dicen que corrompe el poder, pero corrompe más el saber que es tan limitado,
que los objetivos alcanzados sólo generan sed de conseguir más, háyalos o no.
Si no, se inventan.
Camino de sus caballos
de huida me pisan cada mañana y cada anochecer las suelas de sus charolados
calzados, las agujas de sus afilados tacones, porque ahora, como en mi
historia, hay reinas por todas partes, pero estas se disputan a bocados el
poder con los hombres y no sólo por medio de los hombres, sino directamente con
sus bocas pintadas color sangre.
No saben que, desde
aquí, mi calavera, fea también como yo mismo, entrechoca las mandíbulas en una
repetida risa al escuchar sus pasos hacia ningún sitio.
No me saquéis de aquí.
No me entreguéis a un museo. Los que miran de cerca las vitrinas son peores aún
porque suponen comprender lo que están viendo.
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