Era jueves 19 de Julio. Mogollón.
Una columna más densa
que la del calor de Madrid entre el suelo y las cabezas, esa que iba desde la
puerta de Alcalá hasta Sol y más allá, desparramándose por las adyacentes hasta
la Red de San Luis, Ópera, Santa Ana... y a donde mirabas veías que venía otra,
ora los bomberos, ora los del Ayuntamiento detrás de ellos con los policías
municipales con cara de alegría y asombro de estar haciendo lo que hacían y
asombrar a los que les mirábamos... Ora gente, y gente, y más gente que es lo
que vale y lo que merece la pena. Gente de todas las edades, ya ni siquiera con
mayoría juvenil, gente que pese a estar ya en segunda quincena de julio y no
ser fechas de esto, decidió que no se quería quedar en su casa, aun a riesgo de
derretirse o caer redondos, que si su presencia era un desprecio para el poder,
al menos quería ser motivo de desprecio continuo hasta convertirse en
pesadilla. O al menos, (ya que no hay que dejarse embriagar por un optimismo
que sólo puede contemplarse como una labor de curro de fondo), en sueño
desagradable.
Ese sueño que el poder
quiere olvidar cuando despierta por medio del recurso de minimizar, como hacemos
todos con las reveladoras visiones de las horas chungas de la noche. Así se
acaba dividiendo entre diez o entre quince el número de los que no queremos que
ellos duerman bien y nos acabamos convirtiendo en cuarenta mil, uno por cada
ladrón que les viene a abrir el sésamo de las molestias.
Están esperanzados con
que con eso de difundir poco nuestra ira acabaremos cansándonos. Hacen
matemáticas imposibles para que no seamos noticia. Muchos medios de
comunicación, algunos de un modo vergonzante, les siguen el rollo. De muchos
era de esperar, de otros dan ganas a más de una cara de caerse de vergüenza
(¿que si me estoy refiriendo a El País?, ¡pero qué mal pensado es usted!). Pero
cada vez que parece que nos estamos cansando y el número disminuye un poco,
viene otra racha sin saberse bien cuándo va a cuajar y otra vez “a llenar las
calles, que no pase nadie que lleve pistola”, como decía una canción de esas
que nos aprendíamos en épocas dictatoriales para fastidiar (qué poco se nota a
veces el paso del tiempo... bueno, de las épocas, que a los individuos se nos
van haciendo marcas indelebles y sin mucho arreglo posible... pero eso son
cosas normales de la vida y no esas otras anormales de esos cabritos anormales
que se empeñan en jodernos y ya ni les importa que se les note la intención).
Ahora dice La Razón (que
es algo así como un diario, no un sinónimo del sentido común pese a su nombre)
que los manifestantes subimos la prima de riesgo. Mañana van a acusarnos de
quedarnos con el dinero de Bankia o de hacer que en la familia real nadie
aguante a nadie. Cualquier tragedia. Pero despropósitos aparte, se agradece que
ladren: será que cabalgamos. Con una pimporrá de calor, pero cabalgamos, porque
menos mal que no éramos casi nadie. Eso de ir todos pegaditos caminando con un
paso similar al pingüino emperador durante tres horas sin volver por donde
vinimos, debe ser solamente una alucinación canicular.
Y así, otra vez, los
ciudadanos/as me alegraron el día. Ya sé que ese no era su motivo para juntarse,
pero se agradece igual. Y más después del berrinche que me había llevado en la
Plaza del Rey viendo el bochornoso espectáculo de los pocos gatos (por la
cantidad, no por la calidad, estupendos pero mucho más escasos de lo que la
gravedad del caso de la cultura en particular y la fama de combativos de los
gremios, fama que debe ser ya historia y hará que acabemos muriendo entre
bostezos si seguimos haciendo el primo, prometía).
¡Pero qué alegría para
la gente honrada el ir tantos y tan juntos... y tan justos!