Ayer fue el Día de la
Mujer
Unos lo denominan “de la
mujer trabajadora”, otros de la mujer a secas. Puede que el adjetivo se haya
ido gastando al darnos cuenta de lo raro que resulta que una fémina permanezca
mano sobre mano (salvando casos de “señoras
de...” con
cierta edad que, idos ya los hijos y sin problemas económicos, deambulan por
barrios tontos de núcleos urbanos, preocupadas ora por la calidad de las
tortitas con sirope, ora por el cuidado de las pieles de animales muertos, ora
por la salud de pequeños perros de edad inmemorial... o cuitas similares).
Si por algunos fuera,
Gallardón en concreto y los que sonríen por si está la tele mirando, sentados
tras su banquito de color azul, ayer sería la última vez que la celebración
tuviera lugar el 8 de marzo. Que no se me malinterprete, por favor. No hablo de
su eliminación. ¿Quién podría dudar que Don Alberto respeta, venera, idolatra,
considera, quiere, aprecia y comprende a las mujeres? Él mismo, don Alberto, lo
proclama... y don Alberto, como aquel tipo de Shakespeare, es un hombre
honrado.
No; es una idea mejor.
Ahora que está de moda por parte de sus jefes, o tal vez sus iguales, comprimir
devaneos y estrechar fechas de asueto (aunque la de la mujer, desde luego, no
lo sea) endosándoles puentes a los lunes, se podría resumir sin más tanta
celebración, tanto homenaje, trasladando la fecha actual al primer domingo del
mes de mayo. ¿Qué mejor homenaje a la mujer que equipararla con su labor de
madre? No sé si madre únicamente, a
ver si se va a mosquear alguna compañera de partido, pero sí principalmente.
Hace poco lo dejó claro.
Si se produce violencia de género cuando se impide que una mujer acceda a la
maternidad, eso supone que se está atentando contra su dignidad e integridad.
Ergo, en buena lógica en su sentido puro, sólo una madre es una mujer completa,
digna y realizada. De algún modo da a entender, aunque nunca lo diría así
alguien tan civilizado y políticamente correcto como don Alberto, que una mujer
que aborta se transforma a su vez en lo que los autores del siglo de oro
denominaban un aborto de la naturaleza.
Algo sin acabar de lograrse, un ser
que no ha alcanzado la meta para la que fue creado... creado por Dios,
naturalmente.
Hay quien habla de que
estos casos de destape ideológico son deslices debidos a la borrachera de
mayorías políticas múltiples después de haber estado en muchos casos sometidos
a permanecer en segunda división. Me resisto a creerlo, y más en el particular
gallardoniano. Es cierto que entre los nervios de gobernar y la excitación de
hacerlo, se han producido en sólo un par de meses algunas transformaciones. Por
ejemplo, el señor Montoro ha dejado de parecer en su porte y en su voz un ratón
enfermo de catarro para asemejarse a un ratonazo enfermo de hidrofobia, que Luis
de Guindos no se ha caído de ninguno y nos va metiendo en un berenjenal sin
complejos mientras su cara se va pareciendo cada vez más a la de un bandolero
serrano, o que el cultural, educado y deportivo Wert podría ser fichado por el
graciosíiiisimo Tarantino para encarnar a un líder de la Gestapo en su próxima película...
Pero don Alberto no. Gallardón recibió sin duda de algún ser mítico el anillo
de invisibilidad que hace que la gran mayoría no pueda ver lo que se oculta
tras ese gestito de “empollón sin edad que los domingos ayuda a misa sólo para
complacer a su anciana madre”.
Aunque bromee, sería un
error garrafal menospreciar a don Alberto Ruiz Gallardón. Lo digo en serio. Su
sentido del ocultamiento es tan interesante que podría inspirar un carácter teatral
de primer orden, de esos que quedan como paradigma.
Véase que está
considerado, hasta por personas progresistas, el menos conservador de entre los
conservadores, el más abierto, la gran esperanza civilizada. Si el odio y
envidia de sus partidarios (en el sentido de compañeros de partido) no hubiese
frenado su carrera, podría haberse convertido ya en un presidente reelegido a
perpetuidad.
Su trato benevolente hace
olvidar sus actos. Tapa con gestos a la galería los gestos que realmente
modifican y destruyen. Su corrección
política oculta su desmedida ambición, igual que la campechanía de Bono
oculta su mezquindad.
Quien tenga unos años y
decida que me estoy sobrepasando, que recuerde con cuánta eficacia se puede
destruir todo un entramado social a punto de consolidarse una vez que
protagonizó el relevo de partido y se puso al frente de la Comunidad de Madrid.
Mientras con una mano se ocupaba de estrechar ante la prensa las manos de
elementos progresistas de la sociedad y de la cultura, habitualmente maltratados
y denostados por su partido, con la que tenía a la espalda firmaba los
proyectos que habrían de acabar con todo un proyecto de desarrollo y vida
ciudadana y convertir Madrid en el erial cultural donde sólo ha llegado a
germinar lo que algunos madrileños (y, como siempre, llamo así a los habitantes
de Madrid y no a los originarios solamente) se han empeñado en mantener y regar
dejándose las narices en la labor.
Llegado a Alcalde, tuvo
fácil que no se echara de menos a Álvarez del Manzano, claro. Luego vendió la
moto de que Madrid habría de convertirse no en una ciudad hermosa, sino en una
ciudad olímpica, ya ves. Estaban los tiempos para florituras. No hablemos de la
deuda que ha dejado a la capital de un país: bancarrota perpetua. El Zar Pedro
se empeñó en poner en Rusia los cimientos de la ciudad más lujosa de Occidente
pese a ni siquiera serlo y la llamó San Petersburgo. La crisis actual tenía que
tener su pequeña ventaja: ha hecho imposible la creación de Santa Albertonia, a
costa de unos impuestos y unos parquímetros dignos del sheriff de Nottingham.
Y como ya no hay juguete
posible, nos deja a la simpática Botella y se va al Ministerio de Justicia,
donde ya se están notando, en unos poquitos días, sus benéficas influencias.
Debo estar amargado.
¿Por qué digo esto? ¡¡Alberto es un hombre honrado!!
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