Ya se sabe: desde Hobbes
el monopolio de la violencia, según el acuerdo de los elementos sociales,
pertenece al Estado. Bueno, en USA no, porque eso de la inamovible enmienda que
protege el derecho a usar (no sólo poseer) armas, no se ha derogado. Pero tal
particular, como se dice por ahí, es otra historia. Peor aún que esta, pero
otra.
Esta historia de aquí va
sobre cómo se ejerce el monopolio de la violencia. Aquí mismo. En España,
vamos. Y tiene lo suyo.
Aquello que no sabemos,
como cualquier aspecto de cualquier otro estado, entra sin duda no sólo en el
terreno de lo ignorado sino de la pesadilla; eso que llaman transparencia, un término
ambiguo que nos hace dudar si consiste en que puede verse sin trabas a través
de la noticia pero no la noticia en sí, ni la verdad, como cuando miramos a
través de un cristal sin ver realmente el cristal, o la noticia en sí, desnuda...
De cualquier modo la parte que conocemos tampoco es como para dormir como
tiernos corderillos.
Empieza a hablarse de la
nada cotidiana vida cotidiana en los Centros de Internación de Emigrantes. No
hay regulación. Resultado: guantanamitos. Si no son Guantánamos es, pensado con
una benevolencia y cierta confianza que roza con lo irrazonable, porque
nuestras fuerzas de seguridad, en su mayoría, no se comportan con tal carencia
de empatía (lo que, traducido, viene a ser la no identificación plena con la
psicopatía), tal como hacen los torturadores al uso. En tal confianza me amparo
y hallo gran regocijo en creérmelo. No se puede vivir sin unas mínimas
esperanzas acerca de la benevolencia, ¿no?
Pero miedito, da. No sé
si los maltratados exageran o, bien al contrario, callan los peores detalles
debido al miedo. Pero que el trato no es el habitual al amparo de unas normas
de conducta para con los detenidos habituales, parece seguro. Que la situación
es irregular y por tanto abierta a todo exceso, resulta seguro al cien por
cien. A saber lo que habrá pasado ahí. Lo que no haya pasado es, digo de nuevo,
un punto a favor de los que podrían haberse entregado a la barbarie y no lo han
hecho. Lo peor es pensar que el campo siempre ha estado abonado para hacerlo y
que probablemente, o más que probablemente, alguien se haya ido de la mano
aunque el silencio de la impunidad venga a cubrir el hecho para siempre.
Excepto para quien lo hiciere y lo sufriera. Para ellos ha de existir siempre.
En otro lado de menor
trascendencia pero no menor importancia se sitúa la nueva táctica del viejo
terror. Era ya demasiada gente normal saliendo a la calle, demasiado abuelo,
demasiada madre con niños, demasiado niño en sí durante los últimos tiempos.
Hay que evitar que cualquier persona se meta a lo que no le llaman, según los
poderes fácticos. Las manifestaciones empezaban a parecer un campo normal, un
modo de protesta digno e incluso normalizado. ¡Faltaría más! ¡Como si la calle
perteneciera a los ciudadanos! Había que enmendar la plana y se está haciendo:
el temor a ser aporreado, o a mezclarse en una confrontación con las
desordenadas fuerzas del orden es la medida idónea para eliminar de las aceras
a personas no suficientemente preparadas para la lucha cuerpo a cuerpo. Se
llama disuasión por el miedo y es una práctica antigua, pero, como se puede
ver, nada anticuada. El miedo, como no podría ser menos, deja mucha gente en
casa.
De ahí la propaganda. No
importa airear los conflictos, más bien al contrario. El ministerio de Interior
se defiende de las acusaciones de atropello, aguanta el chaparrón de las
críticas porque de paso le viene estupendamente que se hable de que cada
manifestación es un riesgo de porrazo por una parte y de verse identificado
como radical incontrolado y violento por otra. Hay que hacer ver que ir a una
manifestación no es gratis, que constituye un riesgo contra la propia seguridad
y que es menos arriesgado permanecer a cubierto aunque se esté en contra de
cierto abusos manifiestos contra los que es lógico protestar.
Mejor que esas cosas
queden para los “jóvenes”, que con esto de la primavera tienen las hormonas
disparadas y tampoco les viene mal un par de porracillos para estimular la
líbido por un lado y la contención por otro. Y los que no se ciñan al modelo,
que lo vean por la tele.
He oído, eso sí, que la
pobre policía se siente cohibida al ejercer su oficio. Que se siente amenazada
por un par de insultos cuya recepción, aguantando provocaciones, debería ser
parte de su oficio.
Me han dado mucha penita,
ahí, dentro de sus casquitos, indefensos, con sus inofensivas porras y escudos,
con la ley, las lecheras y el orden de su lado, los pobres, haciendo frente a
unas malas caras feísimas y unos insultos de tebeo.
Que yo me sienta
amenazado como ciudadano que no insulta cuando me muestran los cojones de sus
corazas y su poder disuasorio, parece que no importa. Que me miren como me
miran, me interroguen como me interrogan, me identifiquen como me identifican y
me impidan el paso como me lo impiden cuando trato de hacer notar mi malestar,
tampoco parece tener importancia. Se conoce que el Estado se basa en proteger sólo
al Estado, y que Estado y ciudadanía ya no son términos compatibles.
Tampoco parece importar
que yo me sienta ante ellos como hace cerca de cuarenta años, cuando en este
país ellos mismos defendían una dictadura. Y que no me cuenten que son otros,
que su talante es distinto. No es un oficio para el que te eligen por sorteo. Y
no digo el de poli sin más, sino el de antidisturbios... Bonito nombre, por
cierto.
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