miércoles, 28 de noviembre de 2018

¿es responsable publicitar la ultraderecha?

Ese mal sueño llamado Vox debe estar dando saltos de contento viendo cómo sus teóricos oponentes le están facilitando la campaña, y además de forma completamente gratuita.
Crear corrientes de opinión, desde uno u otro sentido, siempre ha sido una táctica infalible para promocionar un producto. Y si es un producto con visos de novedad, las posibilidades se disparan. Hace apenas un año Vox era apenas una gota perdida en el océano de lo anecdótico. Incluso organizaciones como Hogar Social con sus bochornosas consignas de autobús lograban una mayor repercusión.
Tal vez fueron los medios de comunicación los que empezaron a explotar el filón. Aunque sea triste, sobre todo los de signo supuestamente progresista, principalmente en el terreno televisivo, encontraron una veta de audiencia que no se resisten nunca a explotar. Cada vez menos. El espectáculo político ha tenido su repercusión audiovisual de un modo más cercano al circo que al análisis, la confrontación inteligente o la reflexión. Se impone triunfante el modelo rosa mezclado con el modelo amarillo. A veces hay que detenerse un rato para comprobar si el formato de lo que estamos viendo se centra en las turbias imbecilidades del corazón o las decisiones que influirán directamente en nuestras vidas, como es la política. El formato se repite en supuestas tertulias que abarcan desde las diversidades del adulterio a las vicisitudes futbolísticas y, por qué no (bueno, sí, es fácil suponer por qué podría decirse que no) a la sociedad o la política.
El marketing de los partidos políticos ha debido aconsejar que es un error quedarse atrás. Responder de inmediato, subirse al carro de las modas, no quedarse nunca a un lado de lo que pueda ser trending topic. Y todo aprovechado para arañar lo que se consideran beneficios.
El caso es que, y esto no es una pura sensación subjetiva, llevo oyendo hablar de Vox casi más que de cualquier otra opción desde que la maquinaria electoral se puso en marcha. Es protagonista en coloquios, debates electorales, mítines diversos, tribunas variopintas… Se usa como argumento para atemorizar (“¿pactaría usted con Vox en caso de salir elegida/o?”) para distanciarse (“lo que nos diferencia de ellos es…”) para definirlo y por tanto definirse (“no creo que ellos sean…”). Se han convertido en el tema de moda cuando, a día de hoy, no tienen nada, y de no ser por esta infección poco llegarían a tener. Al menos de momento. Y quienes más pueden apuntarse a su carro son los más ignorantes, o los que siéndolo no tienen capacidad de detectar por qué la política genera cada vez más desilusión y se echan en brazos de los que susurran o vociferan recetas que inventan enemigos donde realmente no existen.
No se confunda mi intención. No solo veo necesario informar sobre lo que ocurre en nuestro país y hacia donde podría tender, como sucede por desgracia también en buena parte de Europa, al contrario: hay que estar preparados por si hubiera que frenar un fenómeno que resulta peligroso en lugar de restarle importancia. Hay que dotarse de armas para parar su ascenso, para que sea “resistible” en lugar de inevitable.
Lo malo es que entren tantos intereses de la venta de imagen, de la lucha por la audiencia, a costa de que algo que hubiera podido tener mucha menos fuerza y ahora tenga la posibilidad de entrar, y puede que con más de un escaño anecdótico, en el parlamento andaluz, para recalar después, quién sabe si con una fuerza mayor, en los diversos órganos de poder. 


martes, 23 de octubre de 2018

buenismo y yoísmo

La bondad se ha convertido en una cualidad tan denostada que se ha acuñado un término para menospreciarla: el buenismo. No recurro a las comillas, aunque el corrector de Word me ponga una línea roja debajo para advertirme de su incorrección, porque lo cierto es que se trata de una acepción ya aprobada por la infalible y chundachunda genial Academia de la Lengua.
Word, como yo, es siempre de los últimos en enterarse. Pero resulta que el buenismo se define  en el bendito diccionario redactado por gente tan competente como Arturo Pérez Reverte -por poner un sonrojante ejemplo-, como “Actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”.
Así, por poner un ejemplo, si alguien dice que frente a un conflicto social la represión policial debe ser ajustada al derecho inalienable de toda persona a expresar su opinión y oponerse pacíficamente a la intervención desproporcionada de la fuerza, puede ser considerado buenista por no darse cuenta de que la gravedad del conflicto pide una intervención represiva y violenta por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado como respuesta a la supuesta provocación por parte de gente desarmada, y que semejante brutalidad debería ser aceptada como buena.
Igual de buenista sería quien “cede con benevolencia” a la entrada de extranjeros ilegales en nuestro país, estén en las condiciones que estuvieren: o quienes actúan con “excesiva tolerancia” rescatando a la gente que puede morir y muere en el mar huyendo de su tierra. Estos agentes sociales de salvamento marítimo no son buena gente según esto, no, son putos buenistas que no se dan cuenta del daño que hacen al primer mundo por creerse unos santos ayudando a los pringados del tercero. Lo mismo que quienes pretenden atender a los derechos de los ciudadanos que por un motivo u otro estuvieren en una situación de pobreza o desporteción.
Serían también buenistas según la definición quienes se paran a considerar las condiciones sociales en que han sido criados ciertos delincuentes, quienes sopesan las dificultades por las que han tenido que pasar ciertos individuos para llegar a donde están ahora o quienes piensan, sin más, que tal vez las prostitutas, por poner un ejemplo, son más frecuentemente esclavas sexuales que guarronas ninfómanas o gente sin escrúpulos ante el comercio del sexo.
Como sea, el término buenismo se ha convertido en insulto esgrimido, sobre todo, por los ultraliberales, también llamados fachas -al menos por mí-, que pretenden desprestigiar cualquier instinto solidario.

Una de las pocas virtudes que acuñó la religión católica, cuando era bien entendida por algunos, fue ese concepto llamado caridad. Se basaba en el amor al prójimo, en su consideración por encima de sus circunstancias personales; llegó cuando no se había acuñado un término hermano llamado empatía, pero consistía en algo parecido. Hoy son esos, también, los buenistas, pero la diferencia es que ya no están bien vistos.

El yoísmo, al contrario, proviene de un anuncio, ya lo sé. De tés o infusiones, si queremos concretar. Ni siquiera de tés buenos, aunque esto es tan solo una opinión.
Que yo sepa, la sublime Real Academia no ha aceptado aún el término. No entiendo por qué, la verdad, siendo tan peregrino –y retrógrado- como el anterior, lo que parece suponer una ventaja ante acepciones más propias de figurar en la lista.
¿Tal vez por no ser un término nuevo? YO equivale a EGO en latín, como casi todo el mundo sabe… Y haciendo una transposición facilona y fácil de narices, es de cajón la identificación de EGOÍSMO y YOÍSMO. Pero resulta que lo primero suena a defecto, a vicio feo, a cosa no bien vista… pero lo segundo te lo venden como reafirmación de la personalidad. Seguridad personal. Autoayuda. ¿Autoengaño?
¿Hay mucha diferencia?
No hay más que ver a los yoístas moverse por las ciudades, por Madrid en concreto, y por el centro de Madrid mucho más, para darte cuenta de que eso de cuidar de ti se transforma inmediatamente en una forma de egoísmo feroz en que el prójimo se convierte en un obstáculo que no debe interponerse en tu camino según la idea del “porque yo lo valgo” y el “me debo a mí mismo”. Caiga quien caiga (y a veces casi a punto de que esto se haga demasiado literal cuando alguien intenta pasarte por encima como si fueras un producto virtual).

Buenismo. Yoísmo. Dejan de ser términos graciosos cuando te das cuenta de que la tendencia es que no hay que ser bueno más que con uno mismo. Que el de enfrente es enemigo, y más si nos viene de lejos o si no le conoces, o no pertenece a tu grupo o a tu edad…, y que cuidar de uno consiste en descuidar a los demás.



miércoles, 19 de septiembre de 2018

tus muertos, mis nóminas, sus votos


La muerte de tus hijos son el pago de la matrícula del cole del mío. Y el mío va a ir al cole y tendrá su playstation por reyes aunque el tuyo tenga que morir. Las cosas van así.
No es una especulación extravagante, la avalan los hechos: al parecer ya no hay justicia ni derechos humanos, solo hay nacionalismo. Salvar lo más cercano a expensas de cargarse lo que está un poco más lejos y de paso tiene un color, no siempre, casi nunca, más curtido. Distinto en fin, sea cierto o inventado; sea esto o no real.
Dicho nacionalismo a veces no tiene por qué tirar de banderas ni himnos; puede hacer ascos a todo esto incluso, según se presente la ocasión. A veces, sobre todo últimamente, se defiende esta postura también desde las izquierdas. Una enorme amargura. Sufro el dolor, como seguro que otros más, cuando vemos lejos de nuestra opinión a los que nos esperanzaron al decir pensar que los seres humanos son seres humanos. Ahora veo que no. Los seres humanos son más humanos si son gaditanos que yemeníes. Y cito esto no porque sea el caso más grave, sino porque es uno que hace que se me caiga –espero que a muchos se nos caiga- la cara de vergüenza.

Se da por hecho que los muertos, niños o adultos, importan menos por ser de otro país. Se supone que es justo cobrar el contrato de las bombas y los barcos que matan, pero es una realidad tan repugnante que resulta difícil de afrontar. Yo no lo hago. No puedo. Aunque ellos la denominen “realidad”. No puedo comulgar con bombas de molino, con ruedas de molino.

Metidos en el intríngulis político, puede que un tercer factor, el número de votos, compita con ventaja con la cifra de muertos. Al fin y al cabo, para la estadística, todo muerto no es más que una raya en el debe y el haber. Nada más. Las personas no existen en realidad, o son meros nombres, mera estadística, y cuando se recuerdan se apartan de la mente porque no huelen bien. Fueron destrozados por las bombas. Eso les convierten en incómodos. Pasan a llamarse males necesarios. No sus nombres propios. No Omar, no Khalid, no Samara… estadísticas medianamente dolorosas… durante un rato no muy largo. La costumbre lima las dimensiones del horror. No mucha molestia: mera incomodidad.
Traducción a la absurda expresión que dice: “las cosas son así”, como si las cosas nacieran de la tierra como pústulas anónimas que nada tienen que ver con nadie, ni nadie las fomenta ni las siembra.
Mientras, niños, estadísticas de niños muertos, pequeños en un amplio número de casos.
Los muertos, los niños muertos, y los adultos, que no tienen por qué ser menos dolorosos. Supervivientes en un mundo que afirmaría que lo único mejor es estar vivo.
Y en cada uno de los programas políticos, serios, legislativos… en cada tendencia… tanto vecinalismo se enarbola para protegernos del “otro”. Ese que está ahí.
Ese cuyas exigencias molestan. Ese cuya lucha molesta. Ese cuya muerte molesta.

Menos mal que al parecer existen bombas que eligen sobre la marcha, estando paradas sobre la cabeza del objetivo, si la víctima potencial merece o no morir. Bombas morales. Preciosas bombas justicieras que jamás se estrellarían sobre la cabeza de un inocente.
En cuanto sepa cómo ejecutan el baremo moral, os lo cuento. Mientras tanto las bombas juzgan, adelantan el juicio final, distinguen a pecadores réprobos de justos e inocentes. Matan al que lo merece, aunque viva en la misma casa de uno de los llamados justos. Y sus voces, las voces de los que dicen que los contratos con Arabia Saudí, amigo principal de los Borbones, son materia intocable, dicen asegurar el sustento de las familias que no verán morir a los que matan sus bombas.
Seguro que prefieren contemplar en esa caja tonta un gran hermano vip o un master chef de putos cocinillas famosillos, tan vips, tan repelentes como los otros tantos, para evitar la visión del niño muerto mientras llega la nómina a tu cuenta. 

Se comprende.

lunes, 16 de julio de 2018

qué pasado no importa

Es curioso que los/as fascistas que levantan el brazo para defender los restos de su caudillo hablen de la obsesión que tienen los rojos con respecto al pasado. Si no importa el pasado no deberían defender a ese repugnante asesino a quien tanto amor profesan, pero sobre todo no deberían hacerlo portando insistentemente banderas españolas. Quien no quiere recordar el pasado, ¿cómo puede remontarse a lo que ellos consideran un pasado eterno, aunque tenga poco más de cinco siglos, para apelar a la forzada unidad de España? ¿Eso no es el pasado? Todo nacionalismo tiene que ver con el pasado, porque todo nacionalismo se basa en el tradicionalismo, que, aunque ellos lo identifiquen con la tradición, es algo muy distinto y más casposo. Todo nacionalismo –y tanto o más que los otros de este país, el español-, se basa en el anclaje en el pasado más rancio.
Muchos otros que no levantan el brazo, por lo menos en público, reclaman ese olvido del pasado. Son esa derecha cuya fina línea hacia los extremismos es cada vez más fina, y se revelan más cuando pretenden denunciar el centrismo de sus rivales políticos. Sí, claro que me estoy refiriendo a las luchas intestinas del PP que esas primarias, que para ellos son antinaturales, han sacado aún más a la luz, por si no estaban suficientemente alumbradas. Y a sus propagandistas en los medios.
Mientras, los Ciudadanos joseantonianos no saben bien qué decir cuando sus enemigos les quitan de la boca lo que iban a decir ellos mismos con respecto al pasado.
No conformes con eso todos ellos, están intentando reconvertir la memoria. Ahora parece que el antifranquismo es una moda de los últimos años, que aquellos tiempos oscuros solo fueron un poquito nublados, que la gente estaba mucho más contenta de lo que nos han contado, que se ha reescrito la historia por parte de unos cuantos progres pasados de moda. Será que la dictadura fascista no fue más que el resultado lógico del final de una guerra, que lo que se llama represión asesina no fue sino un intento de mantener el orden, que lo que fue un descarado golpe de estado se traduce en un intento de recuperar el sentido común que tal vez, en algún caso, se les pudo ir un poco de las manos.
Por eso, a diferencia de Argentina o de Chile, los torturadores franquistas se pasean alegremente por las calles viviendo en barrios caros gracias a sus abultadas pensiones y los réditos de las condecoraciones concedidas por vejar mujeres rojas y arrancar uñas enemigas. Eso debe ser lo que se llama reconciliación.
Yo añoro, en cambio, un pasado que nunca existió, ese en que los asesinos del franquismo pagaran sus culpas, en que los torturados encontrasen un clavo ardiendo al que agarrarse para creer que lo mismo había un poco de justicia en el mundo después de haber pasado tanto. Que fuesen reivindicados y rehabilitados los que fueron llamados terroristas sin serlo, agitadores, maricones, traidores… Un pasado en que, tras el paréntesis lógico de los pactos después de morir el dictador, se hiciese un poquito de Justicia.
Pero la monarquía “democrática” mantiene arcaicos pero sólidos títulos nobiliarios para los cachorros de carnicero, se premia a los crueles y se olvida a las víctimas.
Hay que llamar las cosas por su nombre. No hay que olvidar. Los crímenes de ETA fueron crímenes y nunca debe olvidarse que lo fueron. La represión también tuvo víctimas que no deben ser silenciadas. La bestial depuración de un régimen autoritario donde si no hubo más oposición fue por el miedo más directo, que es el miedo a morir o verse encarcelado de por vida, no debe ser considerada como un sarampión pasajero.
Porque están aquí. Porque no tienen derecho a estar ahí. Porque se sienten fuertes si no les plantamos cara.

¿Y qué hacer entonces con, por poner un ejemplo de actualidad, el Valle de los Caídos? (el nombre ya se las trae). Lo primero, quitarle su gestión a la Iglesia Católica (como habría que hacer con casi todo lo que gestionan) y no traspasársela a nadie más. Dejar que sea un monumento al abandono, a la ruina, al fracaso. Dejar que se caiga de viejo mientras cuatro viejas llevan flores marchitas y lloran añorando el retorno de los genocidas. Que se mueran al pie de su podrida decadencia. O que si han cometido ellos mismos algún crimen, lo paguen de una vez.