jueves, 28 de enero de 2016

váyase (a la mierda), señor gonzález

Como soy eso que se llama "mayor" puedo contar con la pobre ventaja de hablar en primera persona de algunos temas; es decir, que no me baso en datos ni en testimonios ajenos, sino que, con razón o sin ella en lo que digo, sé de qué hablo al referirme a esos años anteriores que ya empiezan a parecer arcaicos pese a estar tan cercanos.
No han tenido que contarme el salto hacia la gloria y la caída posterior del señor Felipe González. He asistido como testigo de primera mano -es decir, como ciudadano que sufre o disfruta directamente de las acciones de un dirigente supremo- a sus tomas de decisión. No han sido los amigos ni los parientes quienes las han tenido como componente fundamental de sus vidas, sino estos millones que andamos por aquí todavía y espero que por un cierto tiempo. Cuando se habla de los actos de los responsables políticos, sus allegados no son lo más notable. Lo son, lo somos, sus súbditos (guste o no esa palabra), los ciudadanos, los interfectos, la plebe o como se nos quiera llamar, que pa eso estamos.
En el año de buena esperanza, esa enorme esperanza, de 1982, los socialistas subieron al poder. La expropiación de Rumasa, una de sus primeras medidas, nos hizo ensanchar los pulmones. Su campaña de que OTAN de entrada sería un NO nos hizo pensar que el mundo, o al menos el país, estaba cambiando. Que esto ya no era el franquismo no era nuevo: UCD había ido más lejos de lo que cabría esperar y había comenzado a establecer avances antes aún de lo pensado. Esperamos que empezara algo mejor. Como yo no les había votado no tuve que sentirme defraudado del todo, pero aun así me defraudé cuando pasó lo que sabemos que pasó: el PSOE comenzó su marcha decidida hacia el "PAÍSOE Estilo", la arruga se hizo bella y los nuevos gurús tomaron la forma de arquitectos, diseñadores, modistos y, sobre todo, cocineros (tendencia machacona que se extiende de una forma muy molesta hasta el día de hoy). Los mandatos europeos se convirtieron en reiterado pretexto, las conveniencias se impusieron a las ideas, la guerra sucia pervirtió la lucha inteligente, el afán de figurar y enriquecerse mató a las buenas intenciones.
Y así, eso que pudo ser la era dorada de la democracia, se convirtió en la era de la enorme decepción, de la política al mejor postor y el ideal pisoteado por unas pocas formalidades malamente esteticistas y catetamente elitistas. La izquierda se abochornó, se le cayó encima el muro, ese con quien ni nosotros ni ellos teníamos que ver pero sonaba a negación, a derrota y a vergüenza... y entonces se empezó a viajar al centro, a murmurar el término socialdemo-cracia como karma vacío y a considerar aún más piojosos a los piojosos que les acompañaron un día pretérito.
El 92 fue el final del derroche del descorche. Lo que pasó después, peor aún. La caída en la miseria de vernos sometidos a un partido derechista guiado por un derechista aún menos presentable, como fue el señor Aznar (que aún así parece alguien si es que le comparamos con el señor Rajoy), vino rodado. El oportunista "váyase, señor González" acabó con la vacante a la que le relegamos los votantes, incluso los que no votaríamos nunca a su adversario.
El señor González, poco después de confesar, nunca sabremos si en serio, en Informe Semanal que los ciudadanos le parecían hormigas desde su helicóptero presidencial, se retiró a meditar a un consejo de administración. Uno demasiado arraigado en ese capitalismo feroz que debió parecerle repelente en sus años de juventud... espero.
Ahí vive ahora, en esa élite bochornosa y multimillonaria. Sigue en el partido que le llevo al poder buscado, y eso no hay quien lo entienda. No quiere morir sin matar a su partido, es curioso, no sé muy bien por qué, parece una tendencia natural en quienes fueron cabeza de serie de la presidencia de gobierno. Saturnos cargándose retoños e ideas a punta pala. Sin ellos a la cabeza de la bestia, la bestia ha de morir. Y con ella, los ciudadanos, los correligionarios o quien les mire de frente.
Escuchar ahora al señor González, con sus veleidades neoliberales, no sería del todo chocante si tuviera la vergüenza de opinar desde el exterior de su partido, ese PSOE que colaboró a desvirtuar. Lo malo es que pretende, como un prócer de la patria, como un jerifalte de antaño, como un preboste ruin, marcar tendencia.
Y su tendencia va contra todo intento de su partido para ir un paso al frente. Los consejos de administración de las multinacionales insolidarias, déspotas, peseteras, pesan seguramente demasiado, empujan al reverso tenebroso por lo que se ve, incitan a volcarse no al centro sino a la derecha más impetuosa. ¿Dónde están aquellos puños airados que se alzaban al aire entre consignas revolucionarias?
Me da igual en lo que se haya convertido el señor González (bueno, no, no me da igual, me indigna y me hace pensar realmente mal de la evolución del ser humano a lo largo de la historia de sus beneficios), lo que me molesta es que se le escuche. Me molesta escribir sobre él, yo que sin ser nadie tampoco le voté y ahora le pienso. No me gusta pensar en él, pensarle. Me molesta su imagen reiterada. Quisiera relegarle a su yate de lujo, a su pasta enorme, a su élite bastarda y mal traída, a su puta decadencia, a que fuera muriendo como todo hijo de vecino, y si ha de ser rodeado de lujos que así sea, que su maldad bien que se lo ha ganado... ¡pero lejos, muy lejos, de nosotros!

  

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