Para empezar, dejo de
lado la tentación del entusiasmo y el romanticismo cuando me pongo a hablar del
resultado del referéndum griego. Aparco las veleidades jacobinas, porque esto
es mucho más serio que insultar al PP, que lo pone tan fácil.
No se trata de
trescientos guerreros en un desfiladero contra un enorme ejército (venga de
Persia, Germania, el Benelux...). Se trata de gente seria que ha votado, de
cada ciudadano de un país entero y soberano.
Se vende como una
victoria sentimental, hasta desde la izquierda, pero va más allá: si no has
estado en Grecia (yo no he estado en mi vida) en los últimos años, a lo mejor
no tienes una sólida autoridad para opinar, al igual que no la tengo yo. Pero
me parece que de lo que va esto no es sólo de dignidad, como se dice, sino de
un sentido práctico que desdeña una línea de imposiciones económicas que, está
claro y lo está para ellos, no va a resolverles la vida en absoluto. Sólo
valdría para ampliar el hoyo donde están metidos. La austeridad no es una
solución, es un chollo para otros.
Cuando Tsypras llegó al
poder ya se había establecido ese baremo que responde a la etiqueta de
"vencedores y vencidos". Los vencedores, generosos, tienen la
facultad de imponer sus condiciones a los que han fallado, a los vencidos. Los
vencedores pagaron al contado a algunos de los vencidos para que fueran
vencedores en la sombra, la sombra de los bancos y de las financieras. Los
demás, habían de bajar la cabeza y ceder por su mala cabeza (supuesta).
En estos casos se da una
circunstancia paradójica, algo que nunca pasaría en un caso particular y no sé
por qué ha de pasar en un país; se resume en algo muy sencillo: si yo debo
dinero a una persona, a una entidad o a un banco, pueden ponerme plazos,
solicitar el pago de la deuda, castigarme por no pagar, pero a lo que no tienen
derecho es a decirme qué tengo que hacer para asegurar el pago de la deuda.
Nunca me podrían forzar a admitir un trabajo que fuera contra mis principios,
expulsar de mi casa a mis padres o dictarme la dieta alimenticia de mis hijos.
Nadie pregunta cómo pagas. Si optas por el robo para conseguir el dinero, allá
tú, pero no se pregunta de dónde lo has sacado.
Intentar, y no sólo
intentar sino imponer, dictar medidas concretas a un país no es apretarle
económicamente, no es exigir como deudor, es meterse en algo que se supone que
es sagrado y en lo que nadie debe intervenir: los asuntos internos, la política
interna de un país. Es una actitud que se aleja de las normas democráticas para
internarse en unas formas cercanas al imperialismo. Es, ni más ni menos, un atentado a las
relaciones internacionales y un insulto a la democracia.
Cuando se castigaba a un
alumno, a un marinero, a un soldado, se convocaba a la tropa o a la clase para
que presenciara el castigo. Esto es lo que se intenta hacer: dar ejemplo,
enseñar a los demás lo que puede pasar si te rebelas o si tan sólo cuestionas
una supuesta autoridad: la aceptada.
Dime con quién andas,
dice el refrán, y te diré quién eres. Están cayendo muchas máscaras y eso es
bueno. Ahora la cuestión es que cuanto más claro están los bandos más
responsable ha de ser tu elección. Ni siquiera hablo de alejarme de los que se
llaman socios, no soy tan suicida, aunque no sé si debería tener la tentación
de serlo. Pero la antigua idea de la salvación por el europeísmo, la panacea
del mundo civilizado, tiene los pies no sólo de barro sino de una materia que
no huele tan bien. Y es preciso cuestionarla.
Hay que empezar a pensar
que Europa no es Maastrich.
Se puede cambiar la
constitución de cada país si lo quieren sus ciudadanos, y se puede cambiar
Europa si Europa traiciona los principios en que fundó su unión. Los de la
idea, sobre todo, más que de los tratados.
Uno debe saber con quién
anda, y si es posible actuar para hacer cambiar el paso a los que no dejan
pasar a los demás.
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