En la esplendorosa
fiesta de los recortes con sierra mecánica, la primera ramita que cae al suelo
es la de los presupuestos de Cultura. Se esgrime el arma del terror: volveremos
a las eras oscuras, el euro se resquebrajará, ¡salvemos a los bancos o los estados
dejarán de obtener créditos con intereses astronómicos!
Se empieza a mirar a esa
aspiración que se dio en llamar estado
del bienestar como una más de las baratijas del arcón donde se guardan las
utopías para mirarlas con el suspiro melancólico que se dedica a los bienes
perdidos, mirarlas sin tocarlas, ¡cuidado!, porque nos han contado que en el
fondo no fueron más que productos de las mentes ilusas. Papá capitalismo es
bondadoso pero práctico, y, siempre por nuestro bien, no quiere que soñemos
despiertos. Y como el bienestar menos necesario parece ser el que tiene
cualquier viso de relación con la cultura, digámosle adiós con la manita. Se
acabó la temporada de los lujos.
El llamado lujo se sacrifica en aras de lo necesario. Estaría bien si lo necesario
no incluyera el trato de favor, pagos y exenciones a la Iglesia Católica, el
gasto armamentístico, las prioridades que sólo lo son para los que las diseñan,
los fondos destinados a que no se resienta la Banca... Pero esto es otra
historia que no sé si ha de ser interminable pero que todavía nos ha de
sorprender con nuevas inventivas.
Sería lógico pensar que
si se sacrifica el apoyo de un estado a sus bienes culturales, si se opta
incluso por no apoyarlos sin gastar dinero, aunque fuera por medio de la difusión,
del apoyo a las empresas que se dedican a mantener un producto artístico...
Sería lógico, decía, que aun aceptando que no hay otro remedio, el resultado
final fuera un enorme desconsuelo, una búsqueda de soluciones, la consciencia
de haber sufrido una pérdida irreparable.
Lo alarmante es que se
está produciendo algo bien distinto.
Amplios sectores de
opinión, que parecen ampliarse, no sólo no lamentan el hecho, no sólo son
indiferentes a él, sino que han encontrado el momento propicio del linchamiento
al artista de cualquier tipo, ese ser relamido –deben suponer ellos-, con
alergia al trabajo que chupaba del bote y se daba la vida padre sin levantar un
dedo.
No voy a caer en la
tentación de explicar en qué consiste nuestro trabajo ni de intentar dignificarlo.
No voy a jurar que el sudor es una pálida metáfora para la labor de cualquier
tipo de creador/a. Quien no lo haya entendido ya, no se daría cuenta, tampoco
lo creería o no querría creerlo; pensaría que son lloriqueos de quien lamenta
verse en el peligro de vivir del cuento. (Por cierto, los escritores que viven
del cuento, que son muy pocos, tardan bastante en darles forma)
En un artículo
admirable, difundido estos días por facebook, una actriz ha defendido el
inmenso sacrificio que supone para muchos profesionales el divino empeño de no
abandonar su oficio teniendo (y sin ninguna ayuda oficial) que compaginar su
tarea con otros trabajos, a menudo por debajo de la propia capacidad, y
multiplicando sus actividades cuando tienen la suerte de poder ejercer su arte
(conducir, cargar, montar, distribuir, construir, iluminar...) Yo no considero
este sacrificio un orgullo, sino una vergüenza. La actividad interpretativa,
como otras dentro del mundo de la cultura, es suficientemente compleja como
para bastarse por sí misma. Otros países donde se quiere y admira a sus
artistas, han desterrado prácticamente esta multiplicidad, favoreciendo la
diversificación de tareas y extendiendo los puestos de trabajo. Necesidad
obliga, pero la obligación no ha de ser un orgullo.
Este artículo al que me
refiero reza en su enunciado: “No tenéis
ni idea (con todo mi respeto)”. Lamento no ser tan generoso, Rosa: yo no
les respeto. Me llegan ecos de quema de libros, de apaleamientos a
intelectuales, de “Viva la muerte, abajo la cultura”, de la alegría de la
burricia indiscriminada. En tiempos la ignorancia era una vergüenza: hoy se
exhibe como un orgullo. Cada vez más. Es el anuncio de la regresión.
Si en el mejor de los
casos se llegara a un cierto desahogo económico y fuese a costa de sacrificar
la cultura de los pueblos y países, la vida sería más pobre que si careciese de
riqueza material. No hablo de las necesidades básicas, que por cierto las
naciones se muestran cada vez más reacias a cubrir, sino a otras que se suponen
botín de lucha en sociedades carentes de solidaridad que abogan por ascender
pisando al escalón humano que reposa debajo...
¿Humano?
¿Puede llamarse
humanidad una civilización carente de cultura?
Parece que fueron
visionarios los que idearon la involución creciente hasta convertir este mismo
planeta, el nuestro, en uno dominado por los simios, donde la superstición,
apoyada por la fuerza de los gorilas, se disfraza de ciencia una vez eliminada
esa otra cenicienta del progreso llamada investigación.
Habrá que abastecerse de
un montón de plátanos.
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