jueves, 12 de enero de 2012

el origen del planeta de los simios



En la esplendorosa fiesta de los recortes con sierra mecánica, la primera ramita que cae al suelo es la de los presupuestos de Cultura. Se esgrime el arma del terror: volveremos a las eras oscuras, el euro se resquebrajará, ¡salvemos a los bancos o los estados dejarán de obtener créditos con intereses astronómicos!
Se empieza a mirar a esa aspiración que se dio en llamar estado del bienestar como una más de las baratijas del arcón donde se guardan las utopías para mirarlas con el suspiro melancólico que se dedica a los bienes perdidos, mirarlas sin tocarlas, ¡cuidado!, porque nos han contado que en el fondo no fueron más que productos de las mentes ilusas. Papá capitalismo es bondadoso pero práctico, y, siempre por nuestro bien, no quiere que soñemos despiertos. Y como el bienestar menos necesario parece ser el que tiene cualquier viso de relación con la cultura, digámosle adiós con la manita. Se acabó la temporada de los lujos.
El llamado lujo se sacrifica en aras de lo necesario. Estaría bien si lo necesario no incluyera el trato de favor, pagos y exenciones a la Iglesia Católica, el gasto armamentístico, las prioridades que sólo lo son para los que las diseñan, los fondos destinados a que no se resienta la Banca... Pero esto es otra historia que no sé si ha de ser interminable pero que todavía nos ha de sorprender con nuevas inventivas.

Sería lógico pensar que si se sacrifica el apoyo de un estado a sus bienes culturales, si se opta incluso por no apoyarlos sin gastar dinero, aunque fuera por medio de la difusión, del apoyo a las empresas que se dedican a mantener un producto artístico... Sería lógico, decía, que aun aceptando que no hay otro remedio, el resultado final fuera un enorme desconsuelo, una búsqueda de soluciones, la consciencia de haber sufrido una pérdida irreparable.
Lo alarmante es que se está produciendo algo bien distinto.

Amplios sectores de opinión, que parecen ampliarse, no sólo no lamentan el hecho, no sólo son indiferentes a él, sino que han encontrado el momento propicio del linchamiento al artista de cualquier tipo, ese ser relamido –deben suponer ellos-, con alergia al trabajo que chupaba del bote y se daba la vida padre sin levantar un dedo.
No voy a caer en la tentación de explicar en qué consiste nuestro trabajo ni de intentar dignificarlo. No voy a jurar que el sudor es una pálida metáfora para la labor de cualquier tipo de creador/a. Quien no lo haya entendido ya, no se daría cuenta, tampoco lo creería o no querría creerlo; pensaría que son lloriqueos de quien lamenta verse en el peligro de vivir del cuento. (Por cierto, los escritores que viven del cuento, que son muy pocos, tardan bastante en darles forma)      

En un artículo admirable, difundido estos días por facebook, una actriz ha defendido el inmenso sacrificio que supone para muchos profesionales el divino empeño de no abandonar su oficio teniendo (y sin ninguna ayuda oficial) que compaginar su tarea con otros trabajos, a menudo por debajo de la propia capacidad, y multiplicando sus actividades cuando tienen la suerte de poder ejercer su arte (conducir, cargar, montar, distribuir, construir, iluminar...) Yo no considero este sacrificio un orgullo, sino una vergüenza. La actividad interpretativa, como otras dentro del mundo de la cultura, es suficientemente compleja como para bastarse por sí misma. Otros países donde se quiere y admira a sus artistas, han desterrado prácticamente esta multiplicidad, favoreciendo la diversificación de tareas y extendiendo los puestos de trabajo. Necesidad obliga, pero la obligación no ha de ser un orgullo.

Este artículo al que me refiero reza en su enunciado: “No tenéis ni idea (con todo mi respeto)”. Lamento no ser tan generoso, Rosa: yo no les respeto. Me llegan ecos de quema de libros, de apaleamientos a intelectuales, de “Viva la muerte, abajo la cultura”, de la alegría de la burricia indiscriminada. En tiempos la ignorancia era una vergüenza: hoy se exhibe como un orgullo. Cada vez más. Es el anuncio de la regresión.
Si en el mejor de los casos se llegara a un cierto desahogo económico y fuese a costa de sacrificar la cultura de los pueblos y países, la vida sería más pobre que si careciese de riqueza material. No hablo de las necesidades básicas, que por cierto las naciones se muestran cada vez más reacias a cubrir, sino a otras que se suponen botín de lucha en sociedades carentes de solidaridad que abogan por ascender pisando al escalón humano que reposa debajo...
¿Humano?
¿Puede llamarse humanidad una civilización carente de cultura?
Parece que fueron visionarios los que idearon la involución creciente hasta convertir este mismo planeta, el nuestro, en uno dominado por los simios, donde la superstición, apoyada por la fuerza de los gorilas, se disfraza de ciencia una vez eliminada esa otra cenicienta del progreso llamada investigación.
Habrá que abastecerse de un montón de plátanos.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario