lunes, 26 de diciembre de 2011

Mariano de San Ildefonso



Fiestas navideñas. Fresquete en las calles aunque no demasiado. Caras un poco encogidas por las aceras, como esas del Plácido de Berlanga: las que se quedan cuando se temen malos tiempos.
Caritas ilusionadas, emocionadas, con esa bondad que proporciona la bonanza, como contraste a lo anterior. No son las de los niños que esperan a los Reyes, sino las de los favorecidos por la suerte justo cuando se disponían a girar los bombos de la lotería más famosa del año, unas pocas horas antes, olvidados del boleto en el bolsillo porque les había tocado un buen, buenísimo pellizco en el reparto de premios. El sorteo no se celebraba en la sede de la Organización Nacional de Loterias, sino en la de la calle Génova. No estaban oyendo la radio o viendo la tele para comprobar los números, sino impacientes junto al teléfono, smartphone smartísimo recién adquirido, esperando la llamada decisiva.
Luego los gritos y abrazos con amigos y familiares: a unos les había caído una cartera, otros esperaban la lista definitiva ilusionados con la pedrea de una subsecretaría si el gordo no les había favorecido, otros rompían, decepcionados, el boleto sin premio para evitar la tentación de romper el carnet del partido.
El niño grande Marianito, encarnación galaica de San Ildefonso, había cantado por teléfono, personalmente o de forma delegada, los números del nuevo gabinete y hacía felices a los que se lo merecían. A su lado la encarnación de esa niña del futuro de la que tanto habló y tanto se arrepintió de hablar aunque ella nunca se apartó de su pensamiento, esa niña favorecida por la fortuna de compartir un futuro color azul con gaviotas en el cielo, aquella con faldita tableada, uniforme de colegio privado, religioso y decente, esa a la que dan ganas de bautizar con el bonito nombre de Soraya.
Qué feliz inicio de fiestas tan entrañables.
Y al día siguiente, víspera de Nochebuena, mientras el pavo de Esperanza se escondía por los rincones de esa casa tan grande que no hay quien la caliente y tanto dinero gasta en calefacción, ella, con una foto de Anita la de las Botellas en una mano y unas tijeras afiladas en la otra, se dirigía a su espejote mágico, ese al que puso por nombre Camino, y tras pararse ante él preguntaba, ceñuda como siempre: “Ahora que Gallarnieves ha huído al Bosque Bancoazul, ¿quién es la más chulapa?”. Y el espejo miraba de reojo la foto de Miss Faes y empezaba a temblar casi tanto como todos nosotros, los pobres madrileños.  

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