jueves, 29 de diciembre de 2011

el año que viviremos peligrosamente


Cada vez que se habla de este año 2012 que se nos viene encima (que culpa tendrá él, pobretico), se le cita como a un hijo no deseado que ni siquiera es posible endosarle a otro en adopción.
Como si fuera, antes ya de nacer, el año que nunca existió, se habla de recuperaciones, mejoras moderadísimas, cierta estabilidad... para el 2013. En este que comenzará, la actitud viene a equipararse con una cierta hibernación o, peor aún, como ese periodo de tiempo que corresponde a la resistencia, igual que si estuviéramos cercados en una débil fortaleza, rodeados de enemigos salvajes y esperando la ayuda exterior que vendrá en 13 (mal número para la ayuda).
“Cuando llegue el 13 mira hacia el lugar por el que sale el sol... lo mismo hasta vengo con refuerzos”, nos dice ese Gandalf Blanco que preferimos en nuestro imaginario a esos seres siniestros en cuyas manos estamos. Y nosotros nos sentaremos, esperaremos como niños buenos a que termine el año de castigo. Castigo merecido por todas nuestras faltas contra la pobre Banca que tanto sufre y a la que tanto criticamos.

Todo esto, claro está, si no se cumple esa profecía de los indios que lo mismo viene a ser maldición provocada por el cabreo razonable de que les hayamos extinguido.
Sea como sea, este año, como todos, será el fin del mundo para cada persona que no logre pasar al siguiente: vamos, que se muera. El Apocalipsis se hace realidad cada vez que alguien fallece, todo un mundo, una idea del mundo, una realidad irreal, se va con él o con ella (aunque en esto la paridad es inversa y aguantan más las hembras).
Pero aparte de esta realidad irrebatible, esperemos que los indios lo dijeran para fastidiar o dar miedo, o que, aun siendo tan buenos astrónomos y matemáticos, tuvieran el día tonto y se confundieran en la suma.

Tendremos que esperar que no se cumpla ese agorero “en 2012 todos calvos”, parapetarnos de los chaparrones, comer raíces, ahorrar en lo posible para que los bancos nos perdonen, refugiarnos, sobre todo, en la posible felicidad personal (el amor, por ejemplo, o la alegría, o el trabajo bien hecho aunque haya poco y dé poco dinero, o la salud de hierro o de madera en último caso, o en la amistad, o en mirar a las bondades de la gente buena y hacer la vista gorda a la otra mayoría, o en leer buenos libros, escuchar buena música, mirar bellos cuadros y bellos edificios, o buenas películas y buen teatro, agradecer que en un mundo sembrado de burricia haya una parcela enorme de talentos sembrados, algunos recogidos y otros no, porque esto va así, y que hasta el cabreo de los indignados con razón nos haga saber que no nos hemos vuelto tontos del todo, nos recuerde que no estamos tan solos como podríamos pensar, que el mundo no se acabará a no ser que esta vez, a diferencia del año 1000, el 2000, el nosecuántos, acierten los profetas agoreros. Y no se acabará porque en el fondo habitamos un mundo difícil pero de ningún modo imposible,..................)

¡Feliz 2012, coño! ¡Todo un calendario en blanco sobre el que poder escribir!

lunes, 26 de diciembre de 2011

Mariano de San Ildefonso



Fiestas navideñas. Fresquete en las calles aunque no demasiado. Caras un poco encogidas por las aceras, como esas del Plácido de Berlanga: las que se quedan cuando se temen malos tiempos.
Caritas ilusionadas, emocionadas, con esa bondad que proporciona la bonanza, como contraste a lo anterior. No son las de los niños que esperan a los Reyes, sino las de los favorecidos por la suerte justo cuando se disponían a girar los bombos de la lotería más famosa del año, unas pocas horas antes, olvidados del boleto en el bolsillo porque les había tocado un buen, buenísimo pellizco en el reparto de premios. El sorteo no se celebraba en la sede de la Organización Nacional de Loterias, sino en la de la calle Génova. No estaban oyendo la radio o viendo la tele para comprobar los números, sino impacientes junto al teléfono, smartphone smartísimo recién adquirido, esperando la llamada decisiva.
Luego los gritos y abrazos con amigos y familiares: a unos les había caído una cartera, otros esperaban la lista definitiva ilusionados con la pedrea de una subsecretaría si el gordo no les había favorecido, otros rompían, decepcionados, el boleto sin premio para evitar la tentación de romper el carnet del partido.
El niño grande Marianito, encarnación galaica de San Ildefonso, había cantado por teléfono, personalmente o de forma delegada, los números del nuevo gabinete y hacía felices a los que se lo merecían. A su lado la encarnación de esa niña del futuro de la que tanto habló y tanto se arrepintió de hablar aunque ella nunca se apartó de su pensamiento, esa niña favorecida por la fortuna de compartir un futuro color azul con gaviotas en el cielo, aquella con faldita tableada, uniforme de colegio privado, religioso y decente, esa a la que dan ganas de bautizar con el bonito nombre de Soraya.
Qué feliz inicio de fiestas tan entrañables.
Y al día siguiente, víspera de Nochebuena, mientras el pavo de Esperanza se escondía por los rincones de esa casa tan grande que no hay quien la caliente y tanto dinero gasta en calefacción, ella, con una foto de Anita la de las Botellas en una mano y unas tijeras afiladas en la otra, se dirigía a su espejote mágico, ese al que puso por nombre Camino, y tras pararse ante él preguntaba, ceñuda como siempre: “Ahora que Gallarnieves ha huído al Bosque Bancoazul, ¿quién es la más chulapa?”. Y el espejo miraba de reojo la foto de Miss Faes y empezaba a temblar casi tanto como todos nosotros, los pobres madrileños.  

viernes, 16 de diciembre de 2011

la experiencia del robo


El pasado fin de semana me robaron. A mí y a otras personas, en un bar, nos sustrajeron, como suele decirse con este eufemismo matemático semejante a la resta, varios bolsos. Creo que tuve suerte: otras perdieron dinero, documentos, llaves..., a mí se me llevaron un libro perteneciente a una biblioteca pública que tendré que reponer, algunos textos que puedo recuperar al tener copia, bolis, lentillas, cosas sueltas y unos apuntes irrecuperables sobre ciertas actividades, sobre ciertos trabajos en marcha. Irrecuperable no es lo mismo que irreparable, claro: no se trata de la pérdida del manuscrito del Beato de Liébana ni son borradores de poemas de Kavafis, sólo cosas mías. Pero jode. Supongo que os ha pasado alguna vez y sabréis que se experimenta esa sensación de impotencia, de haber sido desposeído injustamente, de que de alguna manera te han sometido a una suerte (¡menuda suerte!) de violación.
Violación de la propiedad, de la intimidad... En fin.

Luego pensé de un modo algo más amplio y me asombré ante la diferencia de lo que sentimos cuando a cada segundo del día y la noche nos roban, en contraste a cuando nos roban puntualmente. Debe ser que el roce hace el cariño, que la costumbre dulcifica el daño, porque si no es así no me lo explico. No justifico a ese ladrón, ¡que se joda por robarme cosas que a mí me valían y a él no!, pero parezco habituado al expolio continuo, es por eso que noto algo distinto cuando me sucede de una forma tan física como la de este fin de semana.

Y sin embargo sé que en cada momento, a mí y a todos, cada vez más, cada vez con más descaro, con más cinismo, con más justificaciones injustificables, nos están metiendo la mano en todos los bolsillos de la ropa y de la carne.
Nos roban el dinero, naturalmente, malpagando nuestro esfuerzo, abusando del miedo a dejar de percibir algo, restando de tan magra recompensa un porcentaje que la mayoría de las veces servirá para pagar lo que no nos gusta adquirir (religión, armamento, bienestar de la banca... para qué seguir...).

Nos roban la dignidad al hacernos más mezquinos, más cobardes, más insolidarios con quien creemos que puede acceder a tu mendrugo en lugar tuyo, más desconfiados por lo tanto. Nos la roban al tentarnos a renunciar a lo que tanto nos ha costado a nosotros y sobre todo a tantos muertos y tantos sacrificados conseguir. A empujarnos al olvido y la renuncia de lo inolvidable e irrenunciable, a desidentificarnos.

Nos roban las ganas de crear, la creencia de hasta qué punto merece la pena, si valdrá siquiera para sobrevivir, si va a interesarle a alguien escucharnos... vamos, que también nos roban a todos los apuntes, como a mí el otro día.

Suben las acciones en el mercado del robo.
Nos roban una constitución que nos costó putísimas concesiones, cesiones, tragar con un olvido que no existía, dejar en la calle y en sus palacetes a asesinos y torturadores, nos la roban si la modifican entre ellos sin consultar con nadie según lo que ordene una cierta Europa que sólo pertenece a los que la raptan, como hizo Zeus en su día y además para lo mismo: para joderla.
Nos roban la validez de unos votos que no valen igual unos que otros según la ley vigente... Pero, claro, ¿qué puede esperarse de unas elecciones celebradas en un 20-N, aniversario de la muerte de Franco y José Antonio, y con unas Cortes constituidas en martes y trece?

Quien empieza a robar, sea persona o sociedad, le coge el vicio. Todo parece fácil, y la víctima, a menudo, no opta por defenderse, ¿qué más puede pedirse?
Seguirán: nos robarán una buena parte de la cultura porque se hará impensable resistir, nos robarán la salud cuando, aunque digan que no habrá diferencia, no nos diagnostiquen un mal curable al optar por no hacernos las pruebas necesarias para detectar la enfermedad, nos robarán una buena parte de la educación cuando terminen con la moral que le queda al profesorado de la enseñanza pública, nos robarán la capacidad de elegir porque sólo podremos elegir comer o no.
Y con ello nos robarán las ganas de crecer, el anhelo de una felicidad posible, la tranquilidad imprescindible para disfrutar hasta del aire.

Podría seguir, pero esta misma tarde me han vuelto a robar. No ha sido en un bar, sino en un puesto de trabajo. Se ha llevado a cabo con toda impunidad, y según el baremo de los nuevos tiempos: como quien te hace un favor, como quien dilata el tiempo que te queda por llegar a disfrutar de la beneficencia, esa especie de caridad que se implanta donde no existe justicia.