Leo que condenan a un
tuitero por injurias a la corona. Bueno, no, ni tuitero: de los que publican en
Facebook, que viene a ser un poco menos… bastante menos.
Le condena no un
pringado de turno, sino esa cosa tan enorme que se llama la Audiencia Nacional.
Parece que el inconsciente se atrevió a denominar al antiguo rey -ese que ahora
está jubilado, y supongo que con una pensión sustanciosa (pero no sé, quién
sabe, lo mismo está en la miseria, vaya usté a saber…, el simpático campechano
ese de los elefantes y las mantenidas de lujo, según dicen otros, cuidado, no
yo…, y conste que cito fuentes y para nada es mía la calificación y menos aún
cualquier descalificación…), le catalogó, digo, sin implicarme yo mismo, claro
está, de “corrupto mal parido”.
Una vez que espero que
quede clara mi distancia con respecto a opiniones tan atrevidas, me echo a
llorar desconsoladamente.
¿Qué por qué? Pues
porque resulta que me crié cuando esa democracia que amparó una constitución
que ahora defienden tanto las diversas derechas que colman el campo de la
política nacional, sobre todo en los apartados que más les interesan dejando
aparte otros, esa carta magna, digo, esa enorme conquista de las libertades que
tanta emoción nos supo provocar, y ahora no hablo en broma, esa que parecía
amparar las libertades… me crié, iba diciendo, cuando se suponía que ella vendría
a solucionarnos tantos males…
Recuerdo aquellos
tiempos primitivos en que la libertad de expresión era un derecho, esos tiempos
antiguos en que la ley mordaza no hubiera podido aplicarse con tanto desparpajo
como se ha hecho en momentos como estos en que parece que toda cortapisa se da
por permitida, y a saber por qué motivo. Cuando se decían, se cantaban, se
escribían o se opinaban con casi completa libertad conceptos que ahora serían
segados de raíz. Esos que la censura había prohibido antes. Esos tiempos
inocentes en que la censura y la autocensura se identificaban con tiempos de
dictaduras franquistas, sin prever que podrían estar bendecidas cuarenta años
después por los que parecen defender la libertad. Da mucha lástima ver que
ahora serían imposibles manifestaciones culturales que en ese tiempo antiguo
florecieron como una manifestación de libertad desnuda que se quitaba el corsé
grasiento de los años oscuros.
Ahora han vuelto los
años oscuros. No nos engañemos. Es así. Aquí están, asentados. Y no es solo la
política de lo correcto: es la censura inquisitorial que no siempre viene de
tendencias conservadoras. Y eso, eso sí, es muy grave.
Ningún niño que quisiera
evitar el talego se atrevería a declarar a día de hoy que el rey está desnudo.
Ni este rey ni los reyes. Cualquier tipo de reyes… pero incluyendo el que
ostenta la corona.
¡Claro que digo que el
rey está vestido! Si dijera que no, podrían denunciarme. Si dijera que sus
desayunos me conmueven menos que los desayunos del vecino, que sus niñas, tan
monas, no deben ser empleadas para destacar las figuras de sus padres de un
modo irracional, si dijera que los monarcas deben cumplir los dictados que les
otorga la ley y que eso no incluye ir a una cumbre en Davos en que el
presidente del gobierno de nuestra nación no va por no hacer el ridículo
delegando en quien no debe… Pero no, no digo nada. Cumplir cincuenta años no me
conmueve porque ya los cumplí. Las lágrimas de su padre… mejor no hablar de las
lágrimas… las suyas y las de los demás… Ay, que no, que me callo.
Me callo.
Me callo.
Me callan. Nos callan.
¿Veis el traje del rey?
¿Existe el traje?
¿No veis que el rey no
tiene… que el rey no va…?
¡Faltaría más! ¿Quién
puede poner en duda que el rey está vestido?