Hoy, que es el último
día de este en general feo 2012, notaba una extrañeza que no sabía a qué
atribuir hasta que me he dado cuenta del motivo: los petardos de años
anteriores, centrados en torno al bar de abajo, brillaban por su ausencia.
En general me han
parecido siempre un coñazo, pero un coñazo festivo, por qué no.
No es que los petardos,
cohetes y ruidos explosivos en general sean sinónimo de alegría, pero lo cierto
es que su ausencia es síntoma seguro de sentimientos depresivos. ¿Qué induce a
un pesado que tira cohetes a no tirarlos? Por el humo se sabe dónde está el
fuego, y a veces por el ruido o su silencio se sabe dónde está el mal.
No hay ganas. Punta del
iceberg de los que no tiran petardos, que somos esa mayoría sumergida.
Luego he ido en metro.
Hoy paso de hablar del metro, sólo digo que me han llamado la atención, incluso
en horario de nohuelga, esas caras que no pueden calificarse con el benéfico
adjetivo de largas. Eran, fuera de bromas o pese a ellas, mucho más: máscaras
de ilusiones agonizantes.
Atando cabos, he
retrocedido (es un decir) un año justo. Viajé a Oporto por fin de año, una
ciudad que no conocía de un país desconocido (visitado o no) por casi todos
pese a ser limítrofe y que se llama Portugal. Un país que siempre me ha parecido
particularmente atractivo, así, tan callado y tan educado, tan profundo,
melancólico y sabio. Casi una opción para vivir mejor si las cosas se torcían
hasta límites inderezables. Al menos esa Lisboa eterna que espero no haya
agonizado.
Aparte de que Oporto (o
Porto) se nos presentó como una ciudad en ruinas –hermosa, bella incluso, pero
tan descuidada como una ninfa que lleva un mes sin peinarse-, nos llamó la
atención (hablo en plural porque iba en más que maravillosa compañía, con lo
que no puede achacarse lo que vaya a decir al estado de ánimo del momento) algo
que no se correspondía con esa saudade melancólica del país, algo que se
apartaba tanto como puede apartarse la guapura de la belleza: el mismo 31, a
mediodía o por la tarde, Oporto no era lánguida o sentimental: era triste y
depresiva, y la gente con la que pudimos hablar transmitía un mensaje en que no
se veía ninguna luz al final de un túnel cruel, largo e impuesto desde fuera (y
me temo que también desde dentro). Sólo a partir de la noche, con la
celebración entre los años, se mostró viva, alegre, esperanzada, por unos
momentos... hasta el día siguiente.
Nos están conduciendo
por la misma senda. No sólo nos están quitando el bienestar, la cultura, la
educación, la sanidad, la movilidad, una cierta confianza en un porvenir
siempre incierto... Nos están quitando la vitalidad, la alegría, las ganas de
vivir. Es el resultado de un gobierno que ni siquiera es alegre en su crueldad.
Nada de despotismo ilustrado. Casposidad retrógrada, regreso a las sombras del
XIX.
Los tristes imponen la
tristeza, los miserables la miseria moral, los vulgares la vulgaridad, los
cretinos el oscurantismo.
Este año que viene, cada
vez que luchemos por algo, consideremos que detrás está nuestra Alegría,
nuestro anhelo de vivir, y no sólo nuestros derechos, aunque con eso ya
bastaría. Porque esas cosas son las que nos están recortando. Las alas, la
vida, la sangre.
¿Parece extraño que
desee a las personas honradas un feliz 2013? Espero que no. En parte, aunque no
del todo me temo, va a depender de nosotros. ¡Salud para afrontarlo y ganas de
estar, no sólo de ser!