La muerte de tus hijos
son el pago de la matrícula del cole del mío. Y el mío va a ir al cole y tendrá
su playstation por reyes aunque el tuyo tenga que morir. Las cosas van así.
No es una especulación
extravagante, la avalan los hechos: al parecer ya no hay justicia ni derechos
humanos, solo hay nacionalismo. Salvar lo más cercano a expensas de cargarse lo
que está un poco más lejos y de paso tiene un color, no siempre, casi nunca,
más curtido. Distinto en fin, sea cierto o inventado; sea esto o no real.
Dicho nacionalismo a
veces no tiene por qué tirar de banderas ni himnos; puede hacer ascos a todo
esto incluso, según se presente la ocasión. A veces, sobre todo últimamente, se
defiende esta postura también desde las izquierdas. Una enorme amargura. Sufro
el dolor, como seguro que otros más, cuando vemos lejos de nuestra opinión a
los que nos esperanzaron al decir pensar que los seres humanos son seres
humanos. Ahora veo que no. Los seres humanos son más humanos si son gaditanos
que yemeníes. Y cito esto no porque sea el caso más grave, sino porque es uno que
hace que se me caiga –espero que a muchos se nos caiga- la cara de vergüenza.
Se da por hecho que los
muertos, niños o adultos, importan menos por ser de otro país. Se supone que es
justo cobrar el contrato de las bombas y los barcos que matan, pero es una
realidad tan repugnante que resulta difícil de afrontar. Yo no lo hago. No
puedo. Aunque ellos la denominen “realidad”. No puedo comulgar con bombas de
molino, con ruedas de molino.
Metidos en el
intríngulis político, puede que un tercer factor, el número de votos, compita
con ventaja con la cifra de muertos. Al fin y al cabo, para la estadística,
todo muerto no es más que una raya en el debe y el haber. Nada más. Las
personas no existen en realidad, o son meros nombres, mera estadística, y
cuando se recuerdan se apartan de la mente porque no huelen bien. Fueron
destrozados por las bombas. Eso les convierten en incómodos. Pasan a llamarse
males necesarios. No sus nombres propios. No Omar, no Khalid, no Samara…
estadísticas medianamente dolorosas… durante un rato no muy largo. La costumbre
lima las dimensiones del horror. No mucha molestia: mera incomodidad.
Traducción a la absurda expresión
que dice: “las cosas son así”, como si las cosas nacieran de la tierra como
pústulas anónimas que nada tienen que ver con nadie, ni nadie las fomenta ni
las siembra.
Mientras, niños, estadísticas
de niños muertos, pequeños en un amplio número de casos.
Los muertos, los niños
muertos, y los adultos, que no tienen por qué ser menos dolorosos.
Supervivientes en un mundo que afirmaría que lo único mejor es estar vivo.
Y en cada uno de los programas
políticos, serios, legislativos… en cada tendencia… tanto vecinalismo se
enarbola para protegernos del “otro”. Ese que está ahí.
Ese cuyas exigencias
molestan. Ese cuya lucha molesta. Ese cuya muerte molesta.
Menos mal que al parecer
existen bombas que eligen sobre la marcha, estando paradas sobre la cabeza del
objetivo, si la víctima potencial merece o no morir. Bombas morales. Preciosas
bombas justicieras que jamás se estrellarían sobre la cabeza de un inocente.
En cuanto sepa cómo
ejecutan el baremo moral, os lo cuento. Mientras tanto las bombas juzgan,
adelantan el juicio final, distinguen a pecadores réprobos de justos e
inocentes. Matan al que lo merece, aunque viva en la misma casa de uno de los
llamados justos. Y sus voces, las voces de los que dicen que los contratos con
Arabia Saudí, amigo principal de los Borbones, son materia intocable, dicen
asegurar el sustento de las familias que no verán morir a los que matan sus
bombas.
Seguro que prefieren
contemplar en esa caja tonta un gran hermano vip o un master chef de putos
cocinillas famosillos, tan vips, tan repelentes como los otros tantos, para evitar
la visión del niño muerto mientras llega la nómina a tu cuenta.
Se comprende.