Si algo puede molestar
más a Hamlet que el asesinato de su padre, es la actitud del asesino. Él
califica a su tío Claudio como el “maldito canalla sonriente”. El sentido de
impunidad, la despreocupación ante el crimen, es lo que más desestabiliza, o
desespera, a Hamlet.
La comparecencia de
Cristina Cifuentes en la Comunidad de Madrid, como su viaje posterior a Sevilla
para asistir –casi protagonizar a pesar de los suyos-, al congreso del partido,
del PP, con semblante algo más que
sonriente, llega a ser indignante. Pareciera la imagen de la pura integridad,
del optimismo a ultranza de quien quiere demostrar ser intachable. Y, a
diferencia de otros que pudieran estar en cuerda floja, su actitud manifiesta
la alegría implacable de quien se siente a salvo.
Estoy más que harto,
como puede que muchos otros, -eso espero, y más aún-, de esas putas sonrisas de
“no ha pasado nada” y “todo esto es solamente un juego del poder”. Me gustaría
que los canallas, las canallas también, dejaran de sonreírme de una vez.
Me temo que no es solo
la impostura -mala interpretación, o no tan mala-, de una sonrisa empanada en
desparpajo. Es, sobre todo, la confianza en ser impune, en no destacar en un
ambiente general donde la limpieza solamente planea como el cielo de unos
cuantos ilusos del que se ríen, y no nos engañemos, todos los que han madurado
en la escuela de la más despreocupada corrupción.
Los corruptos,
corruptas, los culpables y las culpables llevan hacia adelante su sonrisa.
Admirables en su terrible convicción sobre que la premisa principal es que son
intocables. Lo dramático es que a veces
los sucesos les dan la razón… o acallan sus mentiras, como pueden, con cortinas
de humo, haciéndoles reiterar su incongruencia.
El caldo de cultivo en
que se mueven se basa en el principio de que lo que es demasiado espeso, más
que hacer que te hundas te mantiene provisionalmente a salvo. Mantente así
sobre todo aquello que no acepta las medias tintas, todo ese material repelente
de desecho que, pese a ser repelente, y eso no hay quien lo niegue, mantiene el
equilibrio.
El asqueroso rictus que
demuestra “yo estoy definitivamente por encima de todo esto” merece ser borrado
por un ingreso en prisión, o un sacar los colores, o el pagar como quiera que
sea que se deba pagar. Más que nada hay que hacer saber que la pena se paga,
que aunque no siempre la historia se compense, algo indica que los malos y
malas acaban mal, como en las buenas películas ingenuas. Y lo que es más
notable: que no son víctimas ni perdedores ocasionales; que se la iban
buscando, que se veía venir… (estoy a un paso escaso del “se lo merecían”).
Pero en fin, lo que
quería decir es que me sigue pareciendo indignante esa sensación de que pase lo
que pase ya nunca pasa nada, que todo está permitido, que lo que parece importar
es el recuento hasta el último escaño en las encuestas, y después elecciones,
si es posible.
Y que entre mientras,
nada. Sonrisas. Dilaciones. Casi orgullo ante el mal que nadie puede demostrar
aunque todos sepamos que es culpable, por ejemplo, la dama sonriente que en el
fondo se está partiendo de todos estos que ella en público llama ciudadanos y
en privado gilipollas, los que la siguen, los que atienden su sonrisa de
canalla, bregada ya por cierto en mil disputas a ultranza contra la honradez.
Sonríen. Confían en la
enorme dificultad que hay que desarrollar para borrarles la sonrisa.