Se cumplen cuarenta años
de la matanza de los abogados de Atocha. A mí me pilló en el paso de la
adolescencia a la juventud (no es que tenga tantísimos años, es que por
entonces el final de la pubertad no se establecía, como suele darse hoy día,
entre los treintaicinco y cuarenta años, sino en torno al paso a los veinte
-con las lógicas excepciones en un sentido u otro tanto en el caso del pasado
como en el del presente, quede claro-).
En aquel enero yo no
sabía que el año 77 sería tan determinante en mi vida, afortunadamente para
bien, y sin el beneficio que da la distancia supongo que no supe juzgarlo en
toda su dimensión cuando pasó. Lo que sí veía claro es que se trataba de un
momento determinante para mi país, que se hallaba entre un antes y un después y
nos jugábamos muchas cosas. Nuestro estilo de vida, por ejemplo.
El 77 empezó con una
turbulencia que nos hacía recordar aquellos relatos de comienzos del 36 que tan
mal acabaron (también unos cuarenta años antes de la fecha, por cierto). Muerto
hace un año y pico el dictador (que era eso, un dictador, no un señor
anecdótico que aparece en etiquetas de botellas en bares fachas o, peor aún,
alguien cuya existencia desconocen hoy muchos -demasiados- de nuestros
estudiantes), muerto digo y bien muerto, aunque no su influencia, aún suponía
un peligro cuestionar su legado y sus leyes. Manifestarse en contra era un
riesgo cierto, no un deporte juvenil basado en un pilla-pilla de emociones
fuertes, como quiso vulgarizarse luego hasta por sus participantes. Y por si
fuera poco, el tinglado se animaba con pistoleros de ultraderecha bien
protegidos por las fuerzas de seguridad, individuos que acabaron con la vida de
dos estudiantes de distintos sexos en distintas sesiones de asesinato durante
las jornadas de protesta.
La matanza de Atocha
-que eso fue, y ejecutada con criminal frialdad-, supuso el punto culminante de
aquellos desastres, y también abocó en esa manifestación de comunistas y
simpatizantes que optamos por expresar nuestra indignación y dolor, no la
venganza (luego abusarían de nuestra bondad con todo aquello de la
reconciliación según se llevó a cabo, pero esa es otra historia).
Uno de los
supervivientes de la tragedia diría que no le gustaba que los consideraran
mártires, y dijo bien. No querían morir. Los mártires son seres que se inmolan
voluntariamente, estos hacían algo mucho más humano y necesario: cumplir con su
deber, con su trabajo y su ideología contra el viento y la marea de eso que
seguía siendo el Régimen. ese que permitió que les mataran y trató de favorecer
a los verdugos, tanto que dos pudieron escabullirse pese a conocerse sus
nombres y apellidos. Hoy dicen que ha prescrito, que uno de los asesinos, de
domicilio tal vez desconocido, podría volver y pasearse por delante de nuestros
juzgados y de nuestras comisarias con una sonrisita satisfecha. Vergüenza de
las legislaciones.
No niego el homenaje a
aquellos que murieron, y también a los que sin pagar un precio tan alto
lucharon por hacer de España un país civilizado -algo conseguido sólo a medias-,
pero también me gustaría decir que no hablo desde la nostalgia. No la siento,
no añoro aquellos tiempos aunque fuese más joven.
Precisamente, si hablo
de esto no es sólo para poner una flor en su tumba, sino para recordar que
cuarenta años no son nada, y no me refiero a la vida de una persona (no soy tan
ingenuo), sino al curso de la historia.
Uno mira ahora mismo a
este Occidente nuestro, se fija en las tremendas novedades en la política de
Estados Unidos y las tendencias peligrosas en Europa y reconoce que aquello que
vivimos algunos de nosotros no es un pasado muerto, sino uno que sólo estaba dormido
-y no del todo-, y que no basta recordar, sino que hay que tomar medidas para
que no vuelva a haber ni matanzas, ni amenazas, ni dejar que triunfe ese
orgullo de ser insensible a cualquiera que no sea de la élite de los tuyos. Y
que también se vayan enterando que no siempre vamos a ser los mismos los que
pongamos la otra mejilla para que, si así lo desean, nos la partan.