Cuando yo era pequeño
(sí, ya sé que eran otros tiempos), los adultos nos enseñaban a no mirar
descaradamente a los mendigos, o incluso a esa gente que deambulaba por la
calle y parecía un poco descentrada, bebida o sencillamente desesperada. Vamos,
esos señores y señoras que, más allá de una cierta pobreza generalizada, al
menos en mis circuitos urbanos, llamaban la atención por marginados; no siempre
(casi nunca, creo) voluntarios. Nada romántico, más bien lamentable.
No estaba bien mirarlos,
o al menos quedarse contemplándolos en ese intento infantil de investigar de
qué va la vida más allá de tus paredes (un interés que también ha ido
decreciendo de generación en generación, o en la misma generación según crecía
y se adaptaba a un medio cada vez más insolidario y solitario).
Duele hablar de este
problema del Ébola. No me apetece entrar en polémicas secundarias, ni siquiera
en hacer notar que la muerte por negligencia lleva el nombre, si no de
asesinato, sí de homicidio, y que no se saldaría con una dimisión a la que por
otra parte nadie parece dispuesto haya venido cenado al cargo o no (la falta de
modales y la chulería, por cierto, debería estar prohibidas en las tareas de
eso que llaman la res publica, y no porque los que ahora la ejercen parezcan,
efectivamente, reses), sino con una acción judicial. Pero no quiero... bastante
se ha dicho, bastante duele, y bastante se ha removido culpando a las víctimas
para salvar lo insalvable, porque ya ni la dignidad queda.
Por eso, por amargura de
entrar a lo otro, querría hablar de ese no mirar que provoca la invisibilidad
de las víctimas lejanas.
Durante muchos, muchos
años, mientras el problema era de “los otros” no nos preocupaba. Seguíamos
masticando cuando los mirábamos de reojo en los telediarios (las raras veces en
que aparecían) y los contemplábamos con ese desapego con que se mira el tercer
mundo desde el primero (o el segundo, que debe ser eso de “en vías de
desarrollo” que jamás se ha superado). Un desapego extraño, me da por pensar,
porque creo que en el fondo no lo consideramos real. Sus realidades sólo nos
sacuden como las que se dan en la ficción, o en otros mundos (¿no estábamos
globalizados?), o incluso en otros tiempos. Se ven como traumas del pasado, o
de la ficción, y tienen que ver con nosotros mucho menos que las ficciones de
AMC o HBO (que para algo son ficciones
del primer mundo).
Llevan meses, y meses, y
meses, y meses, y meses muriendo y muriendo y muriendo y muriendo en África de
este mismo mal. Pero era, hasta hace poco, el mal ajeno, el mal de los pobres, el
mal que se mira como inevitable, ese que, en el fondo, no se mira.
Creo que nuestros
mayores ya sabían que la utilidad de indicarnos no mirar no era por hacerle
sentir mal al pobre o marginal de turno, sino para no tener que pasarlo mal
nosotros.
Ahora tenemos que mirar
por narices. No me alegra. No es una compensación. Sigue sin mirarse el de las
tierras lejanas, sólo el que nos toca aquí. Por un lado es terror. Por otra
parte el nacionalismo llevado a sus pequeñeces más estrechas. Ya no mi tierra, sino
mi ciudad, mi barrio, mi casa, mi piso, mi apartamento, mi habitación o incluso
mi lado de la cama. Tristes repúblicas independientes marca ikea.
En la estupenda película
El rey pescador, un mendigo mutilado
de guerra interpretado por Tom Waits declaraba que la indiferencia de los que
le echaban monedas no le dolía. Él sabía que la limosna era el precio que se
paga “por no mirar”.
Si es así, deberíamos
pagar un impuesto revolucionario por no mirar a los que sufren. No ya la cuota
a una ONG, sino una tasa obligatoria por la culpa y la indiferencia, por la
comodidad a ultranza. (Ni con eso pagaríamos)
Como sigue sin mirarse a
los mendigos, tal vez no te hayas dado cuenta de que cada vez más de los que
piden en Madrid no paran de hablar por el móvil mientras se sientan junto al
letrero que describe su miseria. Lejos de mí la idea de culparles. Sólo señalo
que hasta en los mendigos se da la variedad primer mundo.
Tal vez, por eso, los
que se empeñan en saltar las vallas plagadas de cuchillas, ni siquiera busquen
salir del todo de la enfermedad, la muerte y la miseria. Tal vez reclamen el
pequeño derecho de telefonear mientras mendigan. Les miremos o no.